25_EL CARÁCTER DEL PERSONAJE
(Fernando Wagner: Teoría y técnica teatral. Barcelona, Editorial Labor S.A., 1974, segunda edición. Pàgs 62-67)

¿De qué elementos dispone el actor para definir la figura teatral? Los psicólogos dicen que son tres los elementos que estructuran un carácter:

1) El fisiológico. El aspecto físico del personaje está relacionado con su actitud hacia la vida, con su aspecto psicológico.

El actor se preguntará, pues, cuál es el aspecto físico del personaje. ¿Qué sexo tiene? Figuras shakespearianas como Rosalinda exigen inmediatamente una serie de observaciones de orden psicológico, en torno de estas preguntas: ¿Qué edad tiene y cómo se manifiesta en la apariencia, en las acciones y reacciones del personaje? ¿Cómo es el aspecto físico del personaje? (Altura, peso) (Falstaff, Osvaldo, Shylock). ¿Qué color tiene? (Otelo, ¿debe ser un moro o un negro?) El color del pelo y el peinado pueden ser esencialmente importantes para establecer una figura teatral, lo mismo que el uso de un bigote o de una barba, cuidada o descuidada. ¿Cómo viste el personaje? Su vestimenta refleja su arrogancia o su humildad, o su carácter avaro. ¿Cómo camina, cómo se mueve, gesticula o es parco en movimientos? ¿Cómo es su estado de salud? Una enfermedad hereditaria. (Osvaldo.) ¿Tiene algún defecto físico, sordera (Corbaccio, en Volpone), miopía (El viejo celoso, de Cervantes), que pueden ser risibles? ¿Tiene algún rasgo anormal: sonambulismo, por ejemplo? (Lady Macberh, o el príncipe de Homburgo.)

2) El sociológico. ¿A qué clase social pertenece o no quiere pertenecer la figura? (Hamlet y Segismundo son «asociales», Osvaldo rechaza la clase a que pertenece.) ¿Ha tenido una vida familiar normal? ¿Cuáles son sus recursos económicos, su ocupación, sus convicciones políticas, su credo religioso, y qué lugar ocupa dentro de la sociedad? Esencialmente interesante es el aspecto intelectual del personaje: ¿Cuáles han sido sus estudios, cuáles son sus intereses, sus aficiones y qué grado de inteligencia tiene?

3) El psicológico, que es el resultado de los elementos anteriores. Es, por decirlo así, la tercera dimensión del personaje: su estado mental. ¿Qué temperamento debe revelar? ¿Es extravertido? ¿Se comunica pronto con personas extrañas? ¿Tiene muchos amigos, o personas que considera sus amigos? ¿Se enamora fácilmente? En su conversación, ¿pasa fácilmente de un tópico a otro?

¿Es colérico? (Teobaldo, en Romeo y Julieta.) ¿Reacciona violentamente en momentos difíciles? ¿Toma decisiones repentinas? ¿Es capaz de sacrificarlo todo por un amor profundo o por un amigo?

¿Es introvertido, flemático, conserva la calma en situaciones críticas? ¿Es metódico, reflexiona, calcula, desconfía y se decide difícilmente?, ¿es poco sensible, se ofende difícilmente?

¿Es melancólico (Romeo, Orsino), ve todo con pesimismo y sobreestima las dificultades? ¿Reacciona en forma emotiva, negativa? ¿Es asocial, egocéntrico?

¿Cuál es la vida sexual del personaje? (Don Juan.) ¿Tiene el personaje principios morales, o es despreocupado en asuntos éticos, o tiene una actitud de indiferencia? ¿Reacciona el personaje porque le dominan las emociones, o porque reflexiona o porque es intuitivo? ¿Es generoso? ¿Cuidadoso o tacaño con su dinero, con su tiempo, con sus afectos?

¿Tiene el personaje ambiciones (Ricardo III) o se siente fácilmente frustrado, fracasado? ¿Tiene complejo de inferioridad (Jean, en La señorita Julia) o de superioridad o de culpa, o es supersticioso? (Julio César). ¿Es sádico, masoquista?

¿Se deja el personaje influir fácilmente, o se obstina en sus propias ideas? ¿Tiene una viva o excesiva imaginación? (Peer Gynt, Don García, o Blanche Dubois).

¿Hasta qué grado importan los rasgos del personaje para provocar el desarrollo de la acción? ¿Hasta qué grado debe atenuarse para armonizar con la puesta en escena?

Tenemos, pues, aquí, todas las preguntas que forman el inventario de la personalidad. Pero no olvidemos que hay una esencial diferencia entre las preguntas que hace un psicólogo a su paciente y las preguntas que se ha de hacer el actor al analizar la estructura del personaje. Al actor deben importarle esencialmente aquellos rasgos que realmente influyen en el desarrollo de la obra. No importa, pues, acumular la mayor cantidad posible de datos sobre el carácter teatral –no se trata de hacer un cuadro clínico, sino solamente aquellos rasgos esenciales que desempeñan un papel en el conflicto teatral–. Si algún rasgo que añada al actor puede dar más claridad a una acción, muy bien; pero buscar la máxima cantidad de rasgos puede dar como resultado el que los de menor importancia eclipsen a los verdaderamente esenciales. Tanto el actor como el director deben recordar siempre que un personaje teatral no es más que la visión de un dramaturgo creada para una tarea escénica determinada y, por lo tanto, no es un ser humano viviente. El actor, al crear una figura teatral, debe aportar rasgos esenciales bien definidos tanto como lo exige la obra con un esfuerzo mínimo; ni más ni menos. Un exceso de rasgos ofuscaría la proyección teatral, una caracterización insuficiente debilitaría el desarrollo de la acción.

Para la definición de su personaje, le ayudarán al actor las acotaciones que hoy día suelen poner los dramaturgos, acotaciones que escasean en las obras clásicas. El teatro del Siglo de Oro, el isabelino, hasta Schiller y Goethe, no dan más que la indispensable información sobre el lugar en que se desarrolla la acción y acerca de los movimientos básicos de los actores, pero nada en absoluto respecto al carácter de los personajes, de la atmósfera escénica. Sin embargo, desde Ibsen, desde el Teatro de Ideas, se hizo necesario decir algo más sobre las acciones y reacciones de los personajes. A este respecto, G. B. Shaw evolucionó hacia otro extremo: muchas de sus acotaciones no dan ninguna orientación al actor o al director, y son útiles solamente al lector, lo cual es fácil de explicar: a Shaw le costó mucho lograr que se representaran sus obras –La profesión de la señora Warren fue prohibida por lord Chamberlain–; para darlas a conocer tuvo que editarlas, y de ahí los prólogos y abundantes informaciones. En las obras de O’Neill, las acotaciones son, por lo general, tan extensas, que no vienen al caso ni tienen valor práctico para el actor, e incluso se pudiera prescindir del director de escena, si éste no fuera necesario para orientar y corregir a los actores. En The Iceman Cometh, O’Neill exige de su Harry Hope, entre otras cosas, que tenga «una dentadura postiza mal ajustada, que suena como unas castañuelas cuando empieza a fumar». Esta indicación, buena en una novela, revela el principal defecto de la obra, que no está concebida en términos teatrales.

Los caracteres se definen siempre con mayor precisión por sus acciones, reacciones y puntos de vista, que por las acotaciones. El actor se preguntará: ¿Por qué y cómo acciona o reacciona el personaje? ¿Qué dice y cómo habla el personaje? ¿Qué dicen de él los demás personajes de la obra?

Acerca de este último punto conviene hacer la aclaración de que las opiniones de los demás personajes no siempre corresponden al verdadero carácter de la figura a la cual se refieran, sino a su actitud hacia ella. Así, las opiniones de Polonio, Ofelia, la reina, acerca del estado mental de Hamlet, no evidencian más que el absoluto aislamiento de éste.

Asimismo, por lo general, la acción determina con mayor claridad los rasgos de un personaje teatral que sus opiniones e ideas, las cuales, muchas veces, no son sinceras. Strange Interlude, de O’Neill, se basa precisamente en la hipocresía de las personas; O’Neill dio uso nuevo al antiguo «aparte», como ya vimos en el capítulo sobre la continuidad de ideas.

Somerset Maugham anotó en los Prefacios a sus obras completas que «las acciones de los hombres están básicamente influidas por sus pasiones, pero el público insiste en que deben ser sólo influidas por la razón. Esto pide motivos mucho más fuertes que los que exige la vida real». Ésta es, desde luego, una nota característica del público inglés, porque el dramaturgo añade: «Un público tiene también características raciales. Los ingleses no son una nación sexual y no pueden convencerse de que un hombre sacrifique algo importante por amor. Esa diferencia de actitud hacia la pasión sexual es la que hace las piezas extranjeras tan poco verosímiles para nosotros».

Esta cita tan interesante, que se puede aplicar en el sentido contrario a nuestro público, que tiene un concepto diametralmente opuesto –del honor, por ejemplo–, nos demuestra que las acciones de las figuras teatrales dependen del ambiente racial o social al que pertenecen.

Así como el público inglés no comprende que una persona sacrifique todo por amor, la psicología de los personajes de La esposa constante, del mismo Somerset Maugham, resulta poco verosímil para un público latino: cuando Constance se da cuenta de que su esposo le es infiel, no provoca un escándalo –que sería lo lógico tratándose de una mujer de carácter violento–, sino que empieza un negocio propio, se independiza económicamente de su marido. Comprende que ella –como tantas otras mujeres– no es más que un parásito, ya que ha dejado de atraer a su marido y, por lo tanto, no tiene justificación alguna el que siga viviendo a su lado. Solamente ganándose ella misma la vida puede recuperar su dignidad y tener derecho a disfrutar del amor de uno de sus antiguos admiradores. La independencia económica significa, pues, la independencia moral.

Esta tesis pareció tan inaceptable, que para el estreno de la obra en México se cambió totalmente el desenlace, al quedarse Constance siempre con su marido; es decir, se anuló la tesis de la obra: es preferible la cómoda mentira social a una situación honesta y limpia però escandalosa para la sociedad.

El actor deberá empezar, pues, por definir el carácter del personaje y su participación en la acción de la obra: con qué fin lo introdujo el dramaturgo; cuál es su relación con los demás personajes y con la figura central; dónde está el clímax de la obra y de qué manera afecta al personaje, y, finalmente, cuál es el desarrollo del personaje dentro de la obra misma. Si el actor trata de seguir a la figura teatral durante todo el desarrollo de la trama, entonces las preguntas elementales: «¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?» Son innecesarias. El actor debe reconstruir en su fantasía la «vida teatral» del personaje que ha de interpretar, no sólo desde que se alza el telón, sino desde la fantasía con que se inicia la trama y, con frecuencia, bastante antes, como en el caso de Espectros, de Ibsen, donde el conflicto se inicia antes del nacimiento de la figura principal: Osvaldo. Por lo tanto, para establecer realmente un carácter teatral, no basta crear el personaje en sus propias escenas, con todas sus acciones y reacciones, sino que el actor debe intentar construirlo fuera del marco de la obra propiamente dicha. Así, cuando el personaje hace mutis, el artista debe seguir in mente sus actividades posteriores y tratar de reconstruir todo aquello que el dramaturgo no puede incluir en la obra debido a la limitada estructura del teatro y que, desde luego, un novelista no omitiría. Los dramaturgos, no sólo por las razones técnicas antes expuestas, sino también para lograr mayores efectos teatrales, sitúan sucesos importantes fuera de la escena, como el diálogo amoroso, un tanto atrevido, de The Play is the Thing, de Molnar; como la seducción de la señorita Julia, en la tragedia de Strindberg o la de doña Lorenza, mujer del Viejo celoso en el entremés de Cervantes, porque en el teatro resulta siempre más impresionante lo que se adivina que lo que se ve. Así, uno de los momentos dramáticos más importantes de Hamlet es una escena que se desarrolla fuera de la obra, cuando, aterrado por el encuentro con el espectro de su padre, busca a Ofelia, quien inmediatamente relata a su padre lo que Hamlet le había confiado. Puede ser éste el instante psicológico en que Hamlet deja de amarla, si es que alguna vez la había amado.

14/08/2020

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