Sabemos que, con el empequeñecimiento a que el hombre ha sometido la naturaleza, con la domesticación, el alejamiento, la aniquilación, el control y la prevención de los grandes peligros naturales, el hombre se ha hecho ajeno a ella. Este ser diseñado por la naturaleza ha quedado progresivamente encerrado en otro mundo, artificial y artificioso, cada vez más complejo, que lo ha invadido todo y que es la cultura. Cultura entendida como toda la parafernalia de objetos –pequeños, medianos, grandes, a menudo gigantescos–, funcionales o simbólicos, que rodean la actividad del ser humano y que nos garantizan una supervivencia cada vez más ventajosa ante las otras especies a las cuales o bien hemos integrado o bien expulsado de nuestro mundo (y que están severamente amenazadas de extinción). 

Vivimos la cultura desde el interior. Pero nos empeñamos en mirarla desde fuera, como si pudiéramos ser espectadores de nosotros mismos. Percibimos la cultura como un todo cerrado que se corresponde con una sociedad concreta y con una época determinada. Toda cultura se genera, se desarrolla, perdura en el tiempo y termina extinguiéndose como ocurrió en Mesopotamia, o Egipto, o Grecia, o Roma. Puede estar sometida o no a una influencia exterior (positiva, como el comercio, o negativa, como la guerra). Puede encontrarse en constante transformación o puede sufrir transformaciones internas irregulares (que se corresponden con revoluciones positivas, como las de las ciencias, la ética o las reorganizaciones económicas, sociales o políticas pacíficas, o negativas, como las revueltas o las guerras civiles ). Es así como concebimos la cultura cuando pensamos en ella. Pero no nos damos cuenta de que nosotros, como si viviéramos en la naturaleza, habitamos en el interior de la cultura, y estamos inmersos en la maraña de las señales que constituyen el entramado de la información de nuestra sociedad.

 Si queremos entender a nuestro espectador inmerso en la jungla de la cultura, no hay más remedio que concebir la cultura desde su interior. Porque la cultura, tal como quería Marshall McLuhan, no es otra cosa que la extensión colectiva, social, de nuestros propios órganos (sociales), una amplificación progresiva de la que somos prisioneros. 

1) Una cultura vivencial 

Nosotros (y también nuestro espectador ideal) nacemos en el seno de una cultura el edificio de la cual, que mantiene un equilibrio estructural constantemente inestable a lo largo del tiempo, aspira a ser funcional y a perpetuarse mientras garantice la supervivencia del grupo que la ha creado y la mantiene activa. Nacemos en su interior sin ninguna posibilidad de resistirnos a este hecho. Está ahí fuera, nos es dada, nos regimos por sus normas, aceptamos sus formas, modelamos nuestro pensamiento respondiendo a los estímulos que la cultura nos ofrece. En su interior nos dejamos guiar por nuestros propios gustos y los intereses personales. Y también, o sobre todo, por nuestras aptitudes. Somos empujados por el camino de nuestras aptitudes por la sociedad. De hecho, la completa conformación de nuestro ser cultural viene determinada por nuestra pertenencia al grupo social. O, lo que es casi lo mismo, por nuestra educación, la función de la cual consiste en armonizar con la sociedad nuestra personalidad, nuestras aficiones, aspiraciones, nuestros deseos, las simples pulsiones. Nuestro ser cultural vive en constante colisión con el ser, las inclinaciones, las vivencias culturales de todos los que nos rodean. Es, en definitiva, una cultura viva, variable, multiforme, proteica. Una cultura a la que apelamos por la necesidad insaciable que tenemos de ella. Es lo que guía nuestros pasos en el mundo. Es la herramienta que nos permite sobrevivir en la cápsula que nos hemos construido para protegernos (y aislarnos) de la naturaleza. 

2) Cultura como orden consensuado socialmente 

Pero en la misma colisión de nuestros gustos personales con los de quienes nos rodean, en las afinidades y divergencias de nuestras elecciones por unas u otras formas de cultura en relación al resto de quienes en conjunto componen la sociedad, se inicia ya una sobreestructuració de la cultura individual, íntima, hacia lo que es el entramado y la jerarquía propios de la época y la sociedad propiciados tanto por el proceso de aprendizaje que se verifica en las sucesivas experiencias escolar-académicas, como en el proceso de socialización que, a través de la infancia y la adolescencia, nos llevan a la edad adulta, procesos que, más tarde, darán como resultado una visión del mundo compartida por el grupo social al que por nacimiento, estudios, estrato socio-económico, etcétera... pertenecemos. De ahí la importancia del consenso social en torno a la cultura que se verifica constantemente. De ahí el prestigio (y el prejuicio) alrededor del pensamiento socialmente útil (si bien la definición de utilidad no se limita a los aspectos pragmáticos –como sería el caso de las ciencias–, sino que también incluye otros aspectos menos obvios como es el caso de los que hacen referencia a la cohesión del grupo –que justificarían, por ejemplo, fenómenos como el fútbol o la ópera–). De ahí la precisa jerarquización de todas las formas culturales y la preeminencia de la alta cultura. En este proceso de ordenamiento vertical de la cultura siempre existe el peligro de menospreciar las formas menores, la cultura popular (que incluye fenómenos de importancia capital en la transmisión de la información socialmente relevante como, por ejemplo, la televisión). Del consenso social emerge el canon, que no es otra cosa que el conjunto de obras que una sociedad determinada considera imprescindibles (y que cambia inevitablemente con el paso del tiempo). La superproducción cultural de los siglos XX y XXI, complicada por la diversificación de la transmisión cultural en el siglo XXI, imposibilita que un posible canon actual alcance la pretensión de síntesis: lo que está pasando en este momento es que los intentos de canon se multiplican desde infinidad de puntos de vista diferentes y la idea de un canon es cada vez más confusa e inestable (tal vez ha llegado el momento de prescindir totalmente de la idea del canon cultural). En cualquier caso, es evidente que resulta absolutamente necesario revisar constantemente el canon, porque algunas de las formas de la cultura, incluso las que lograron en algún momento una elevada posición en la jerarquía de la cultura, pueden caer en desuso porque resultan ser, al final del camino, socialmente poco útiles.

3) Cultura fragmentada en grupos y subgrupos sociales 

Toda sociedad está compartimentada en grupos y subgrupos de compleja interacción. A cada grupo le corresponde una ideología que (siguiendo a Louis Althusser) podemos entender como "un sistema (que posee un rigor y una lógica propios) de representaciones (imágenes, mitos, ideas o conceptos, según los casos) dotados de una existencia y una función histórica en el seno de una sociedad determinada" (1). En cualquier caso, ni los grupos son compartimentos estancos, ni la visión del mundo que generan y por la que se guían es completamente coherente ni tampoco cristaliza de forma necesariamente duradera. De hecho, incluso cuando un grupo o subgrupo muestra una estabilidad notable, no deja de ser cierto que éste modifica de forma perceptible o no, consciente o no, su ideología según sus intereses en todo momento y circunstancia, de tal manera que, aunque sólo sea debido a las prioridades inmediatas, existe una constante mutabilidad en toda visión del mundo. Con todo, sí es cierto que cada grupo y subgrupo comparte un conjunto de vivencias culturales que ordena y jerarquiza con la voluntad de hacer que el canon resultante alcance la máxima durabilidad posible. 

4. Cultura clasificada formal y temáticamente 

Con todo, cuando apartamos nuestra mirada de los elementos funcionales de la cultura y la orientamos hacia sus elementos simbólicos, nos encontramos, de repente, ante el hábito (en primer lugar académico) de clasificar la cultura compartimentándola según una doble secuencia estructuradora: a) siguiendo criterios descriptivos, formales y técnicos (arquitectura, pintura, literatura, cine, teatro ...); b) siguiendo criterios temáticos y conceptuales (arquitectura civil, militar, religiosa ...). No obstante, habría que dejar claramente establecido que, en primer lugar, cuando se estudia la cultura no es probablemente la mejor idea separar los aspectos funcionales y simbólicos, porque en la realidad de la vida cotidiana ambos aspectos se mantienen inextricablemente unidos; y que, en segundo lugar, tampoco es siempre viable establecer una separación nítida entre secuencias que en la realidad aparecen integradas unas dentro de las otras, por lo que se modifican mutuamente (como ocurre con la arquitectura, la escultura y la pintura en, por ejemplo, una catedral románica o en una moderna sede bancaria). 

Este hábito clasificador no deja, sin embargo, de plantear una segmentación funcional de la totalidad de la cultura porque tiene, como objetivo principal, facilitar tanto el uso como la creación de las diferentes formas de la cultura por parte de los individuos que constituyen la sociedad: 

En lo que respecta al uso, en realidad, sabemos ya que la cultura se presenta como aquel todo que nos acoge y dentro del cual desarrollamos de forma rutinaria, y en general inconsciente, nuestra vida. Con todo, dependiendo de las características de cada sociedad y de los mecanismos que ésta desarrolle, suele ser habitual que tengamos que orientarnos en el ámbito cultural con el objetivo de encontrar algo concreto (sea un oráculo o la última canción de música folktrónica) y es aquí donde los aspectos de la clasificación formal y temática de la cultura alcanzan todo su valor. Los ejemplos más obvios serían: bibliotecas, museos, librerías, secciones culturales de periódicos, revistas, agendas, etc. En cada uno de estos casos se agrupan los objetos y los eventos por criterios descriptivos formales y técnicos (libros, cuadros, esculturas, música, teatro, cine...) y, después, se reordenan temáticamente (por géneros, por épocas , por estilos, por autores...). No es menos obvio que, al pasear por una ciudad desconocida, nos dejamos guiar de forma inmediata e intuitiva por la lógica conformación del entramado de sus calles, convenientemente ornamentadas con edificios singulares, con esculturas, pinturas, iluminaciones casi escenográficas en los que detectamos aspectos conceptuales de nuestra estructura social como el ayuntamiento, la catedral, los principales bancos, las casas de los notables, etc. En cualquiera de los casos, la función de la doble ordenación formal y conceptual es facilitar el uso de la cultura. 

En lo que respecta a la creación de nuevas formas culturales, la clasificación siguiendo criterios descriptivos, formales y técnicos aún es más lógica debido a que están directamente relacionadas con determinadas habilidades, aptitudes y conocimientos técnicos muy específicos (y que, por tanto, excluyen los de otros ámbitos) necesarios por parte del creador. También hay cierta tendencia a especializarse en un tipo de contenidos por encima de otros según la forma cultural (el aspecto de los contenidos en la cultura es uno de los más complejos y más interesantes, aunque, en el punto en que nos encontramos, sólo podemos enunciarlo; en cualquier caso, es preciso reflexionar en torno al aforismo de McLuhan, según el cual "el medio es el mensaje"). 

5. Cultura como equivalencia con nuestros órganos de la percepción 

No se puede pasar por alto que los criterios descriptivos, formales y técnicos se corresponden exactamente con nuestros órganos de la percepción y apelan de forma directa a la estructura biológica (animal) a partir de la cual desmenuzamos, sintetizamos y interpretamos toda la información que nos llega del exterior (y que, dejando de lado los últimos milenios y lo que ha ocurrido sólo en una pequeña parte del mundo, ha sido siempre y de manera casi exclusiva la naturaleza). Nuestros órganos de la percepción –es decir, la vista, el oído, la cinética, el tacto, el gusto, el olfato– son los receptores de los estímulos que, en la cultura, conformamos de tal manera que se ajustan a la perfección a ellos. De los órganos de la percepción se derivan los diferentes códigos sensoriales (que pueden ser altamente complejos en la transmisión de información de contenido socialmente valioso). La comunicación dentro del grupo se completa con los códigos prelingüísticos (no verbales) y los lingüísticos (el habla y derivados). Estos últimos ocupan una posición privilegiada, porque integran bajo un único código de manera especialmente eficiente el conjunto de los códigos restantes de una forma que podríamos considerar sinestésica. Tampoco en este caso deberían disociarse los diferentes códigos a la hora de analizarlos, parque entre todos, completándose, modificándose, reforzándose entre ellos, construyen en conjunto la imagen del mundo que es la que cada individuo tiene de la sociedad en la que habita y que constituye, al final, la que la sociedad tiene de sí misma. Una imagen incompleta o ineficiente dificultaría el desarrollo de las actividades normales en el seno de la sociedad y favorecería su colapso. Es lo que ocurre cada vez que una sociedad y su cultura entran en decadencia. 

[Que la cultura desarrolla las capacidades de los diferentes órganos de la percepción coincide con las principales tesis de Marshall McLuhan en La Galaxia Gutemberg, donde plantea, entre otras cosas, que la totalidad de los objetos que conforman nuestro entorno cultural son prolongaciones de nuestro propio cuerpo; que existe, en la percepción del mundo, una constante interacción de los sentidos; que se producen descompensaciones de la percepción y la necesidad de reequilibrarla causado por el impacto de las nuevas tecnologías en la comunicación; y que el lenguaje es, esencialmente, el instrumento para la exteriorización de ideas y sentimientos que posibilita la transmisión y acumulación de experiencia vivida no de forma individual sino por todo el grupo en su conjunto. Con todo, las tesis de McLuhan ponen demasiado el foco de atención en el individuo y olvidan que, con respecto a los grandes avances técnicos, habría que poner el punto de mira sobre todo en el desarrollo del potencial total de la sociedad que los genera. ] 

6) la cultura reducida a sus elementos básicos – los mensajes 

Con todo, la obsesión por comprender la cultura en su conjunto nos aleja de una de las intuiciones más extrañas que pueden tenerse de ella. Extraña porque, en esencia, cuando se define la cultura como, en última instancia, la acumulación de todos los mensaje que emite y atesora una sociedad determinada, entonces se reduce la cultura a una imagen puntillista en la que la cultura parece perder una solidez que, de hecho, no ha tenido nunca (o sólo ha existido en la mente de aquellos que la habitan). Concebir así la cultura nos permite plantearla desde una perspectiva semiótica, en el proceso activo y constante de emisión-recepción. Conceptos como código (como pura abstracción), emisor / receptor, codificación / decodificación, significante / significado adquieren una dimensión que abarca al conjunto de la sociedad. El fluir de los mensajes, la activación de unos en detrimento de otros para determinados subgrupos sociales, la cuidadosa conservación de aquellos que se consideran centrales, el deterioro de otros, la captación de determinados segmentos de receptores, la aparición de nuevos emisores, de nuevos canales, etcétera, todo ello nos ofrece una imagen nebulosa de la forma en que la cultura nace y permanece activa a lo largo del tiempo hasta que se extingue. 

7) Cultura como conjunto de mensajes y de medios emisores

En realidad, la imagen nebulosa se solidifica inmediatamente cuando comprendemos que la cultura es la compleja articulación de todos los mensajes emitidos: desde los que se emiten en el ámbito más privado de la vida cotidiana hasta los que se emiten desde las instancias más elevadas y se dirigen al conjunto de la sociedad. Todos estos mensajes (tanto aquellos que son irrelevantes como aquellos destinados a perdurar) conforman la verdadera imagen de una sociedad. Con todo, si nos centramos en los mensajes de especial relevancia social y cultural, veremos inmediatamente que son emitidos desde instituciones convenientemente concebidas para este efecto (iglesias, periódicos, universidades, televisiones, museos, galerías, editoriales, auditorios, teatros , etc.). Por otra parte, la estructura de los medios emisores de mensajes es estrictamente presente, actual (incluso cuando se refieren al pasado, como es el caso de los museos y bibliotecas, cuya función es la de preservar los mensajes de máximo valor social actual), está en constante transformación, se articula en torno a personas y personalidades, está sometida al recambio generacional, está articulada en grupos de ideas e intereses comunes, está sometida al enfrentamiento entre grupos de diferente orientación, está caracterizada por el uso virtuoso de los diferentes códigos y va dirigida a grupos concretos de receptores para los que aquellos mensajes son vitales. En todo caso, lo importante es que la cultura (colectiva) se concibe exclusivamente con el objetivo de ser leída por el receptor (individual) en la mente del que se construye, al final del proceso, la imagen siempre cambiante del mundo que es la de la sociedad en la que el receptor convive con el conjunto de emisores y receptores.

Estas siete perspectivas diferentes de abordar la cultura nos dan una visión bastante amplia de su valor social, del uso que hacen de ella los individuos que constituyen la sociedad y de los canales que contribuyen a su creación, conservación y reactualización como para a pensar en los receptores (el público que se sienta en la oscuridad de una sala de teatro, por ejemplo) de forma muy diferente a la de unos seres pasivos idénticos unos a otros. Como vemos, cada espectador vive su inmersión cultural de forma radicalmente personal. Con todo, estas reflexiones que he formulado de manera tan general tienen como objetivo centrarse en el teatro, aunque, como parte del todo cultural, es inevitable hablar del teatro en relación a todas las demás formas de cultura. En cualquier caso, el espectador teatral está constantemente sometido a un bombardeo de información de muy diversa índole e intensidad que hace que sea absolutamente singular. 

[P. S. La pregunta que nos deberíamos hacer en este punto es: ¿Hay manera de reducirlo a un denominador común? En su obra Insultos al público, Peter Handke ofrece una verdadera lección de dramaturgia y responde justamente a esta pregunta. Una obra lo bastante interesante como para que le dediquemos una entrada en esta serie de artículos sobre dramaturgia, pero lo haremos más adelante en forma de apéndice, porque nos desvía de la línea discursiva que me he trazado.] 

Pablo Ley 
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