el tema o el principio de coherencia 2 (ir al artículo anterior)

El mundo como fantasma, o sobre la infinita variabilidad de las certezas 
(por Pablo Ley)

Siempre he dicho que en Tokio basta con levantar la cámara y disparar sin mirar para obtener, incluso de esta manera, una buena fotografía. La densidad de signos –personas, edificios, carteles, escaparates, semáforos, coches, pantallas, publicidad, neones...–, hace que la imagen que termine captando el objetivo de la cámara, sea cual sea el ángulo desde el que dispares, resulte interesante. Por ejemplo, de la imagen que encabeza el artículo lo que me interesó fue la compleja estructura de cubos y de planos inclinados de un conjunto de edificios que, a pesar del caos evidente de sus líneas, resulta curiosamente armónico. ¿Cómo disparar la foto? ¿Había algún ángulo bueno? Entre la acumulación de líneas y de signos resulta fácil identificar "la red incesante de señales" de que hablaba Steiner en la cita que abría el primer artículo de esta serie dedicada al tema y el principio de coherencia. Pero en el caso de Tokio hemos abandonado el mundo natural para entrar en la jungla de la ciudades, donde las señales naturales son sustituidas por una red incesante, tanto o más densa que la que ofrece la naturaleza, de señales creadas por el hombre. Este universo de señales es el universo en el que transcurre la vida del hombre moderno. Pero la pregunta sería: ¿cómo sobrevivimos en la jungla de las ciudades?
En la jungla de las ciudades (Im Dickicht der Städte, 1921) es el título de una de las obras tempranas de Bertolt Brecht, y es probablemente el reflejo del interés general por uno de los fenómenos más significativos de la época. De hecho, hay un cuadro de Georg Grosz que también retrata la gran ciudad y que me atrae de forma muy especial. Es un cuadro fechado en 1916-1917 y que lleva por título Metrópolis (1). Lo que George Grosz consigue captar en su cuadro, con una técnica de fragmentación relacionada con el cubismo y el collage, es la velocidad, el estrés del hombre moderno que camina persiguiendo el tic tac del tiempo que se le escapa, su condición de ciudadano anónimo perdido en la impersonalidad de la masa, la continua movilidad de hombres, coches, camiones y carros de caballos en el caos del capitalismo, la provisionalidad de la existencia moderna simbolizada en el edificio que ocupa el espacio central, el Hotel Atlantic, la avalancha de propaganda, cines, cafés, tabacos... 

El cuadro de Grosz se exhibe actualmente en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid que ofrece amablemente la posibilidad de contemplarlo online con la ventaja de poderlo ampliar hasta llegar a ver los detalles más pequeños, hasta el mismo rastro de las pinceladas. Vale realmente la pena entretenerse resiguiendo los detalles de este cuadro maravillosamente caótico, ante el que lo que sentimos es que, a pesar de las prisas de la vida moderna, podríamos detectar un orden subyacente.
Ir a Metrópolis, de George Grosz
De hecho, esta idea –la del orden subyacente– traduce una convicción (que no deja de ser una simple creencia) respecto a que vivimos en una sociedad compleja, pero convenientemente ordenada y jerarquizada, incluso cuando somos incapaces de entenderla en su globalidad. Creemos (con la ingenuidad de una fe casi religiosa) que los historiadores, los geógrafos, los economistas, los sociólogos, los antropólogos, los politólogos... y, por encima de ellos, el conjunto de los grandes intelectuales y la élite de los hombres de Estado la entienden y son capaces de intervenir en todo momento de forma adecuada. Pero en el fondo no nos queda más remedio que reconocer que desconocemos la mayoría de las partes que la componen así como el detalle de los mecanismos que permiten su articulación funcional. 

Y aquí me gustaría reclamar la atención del lector sobre los años de la creación de Metrópolis y recordar que en 1916-1917, mientras George Grosz pintaba su cuadro, el mundo civilizado se enfrentaba encarnizadamente en una Gran Guerra que destruyó el espejismo del progreso y abría uno de los periodos más salvajes (y también más fascinantes) de la historia del mundo que concluyó con otra guerra, la Segunda guerra Mundial, que costó 50 millones de muertos, y terminó con tres metáforas demoledoras: Auschwitz como metáfora de la ciega eficacia organizativa de la sociedad moderna; Hiroshima y Nagasaki como metáfora del inmisericorde poder de la ciencia; la Unión Soviética de Stalin como metáfora de la justicia social en un aterrador Estado igualitario. Mientras George Grosz pintaba su cuadro, el mundo se derrumbaba sin orden ni concierto en la peor de las confusiones. En el caos de la guerra, la presunción del orden subyacente quedaba borrada en el fracaso absoluto de toda idea de sociedad. 

Hay, pues, un factor constante de improvisación y de imprevistos que hace que las predicciones resulten a menudo sencillamente imposibles. Y de hecho es el caos, el conflicto perpetuo, la ausencia constante de una globalidad ordenada y jerarquizada lo que, quizá, caracteriza realmente el mundo. Convivimos con el caos y la destrucción con una naturalidad y un cinismo sencillamente admirables.

Me gustaría retomar aquí la cita de George Steiner y contraponerla, después, a otra cita igualmente reveladora para tratar de averiguar cómo es de hecho el mundo en que vivimos. Y lo que Steiner decía a Extraterritorial era esto:
«El significado es en realidad la esencia, la estructura básica de las formas naturales. Los colores, las secuencias, los olores, los ritmos o irregularidades de forma o comportamiento, todo contiene información. Prácticamente cualquier fenómeno puede ser 'leído' y clasificado como declaración. Envía señales de peligro o de llamada, de presencia o ausencia de alimento; se orienta hacia determinadas estructuras significativas o en dirección contraria. Los seres vivos, a diferencia de las unidades elementales, disponen de una amplia gama de articulaciones: posturas, gestos, coloraciones, tonalidades, secreciones, expresiones faciales. Separada o conjuntamente, todo esto transmite un mensaje, una unidad o grupo de unidades de información focalizada. La vida se desarrolla a través de una red incesante de señales. Sobrevivir implica recibir un número suficiente de dichas señales, elegir del flujo aleatorio las que son literalmente vitales para el individuo y su especie, y descodificar las señales pertinentes con suficiente velocidad y precisión. El organismo que no logra hacerlo —ya sea porque sus receptores están bloqueados o se equivocan al 'leer'— está condenado a perecer.» (2)
Este fragmento de Steiner continúa con un par de ejemplos que son esclarecedores:
«Una marmota muere si “lee equivocadamente” –es decir, si no descifra correctamente– el mensaje de color, olor o textura que diferencia un hongo venenoso de uno comestible. Un peatón, al cruzar la calle, no sobreviviría si tradujera incorrectamente el mensaje cifrado de rojo y verde, ya sea por una deficiencia orgánica (daltonismo) o porque no aprendió u olvidó un lenguaje arbitrario esencial: rojo = detenerse / verde = avanzar.» (3)
Es cierto, Steiner apela a la memoria y a la respuesta instintiva para establecer la existencia de constancias y es de esas constancias de las que hay que fiarse cuando hemos de sobrevivir en la naturaleza y la sociedad. Y quizás podríamos llegar a decir que toda sociedad no es otra cosa que el conjunto de constancias que nos permite orientarnos colectivamente a través del espacio y del tiempo. 

Formulada así, lo que curiosamente reverbera en esta idea de sociedad es justamente la manera como Friedrich Engels, en un primer esbozo, explicaba su idea de superestructura. En carta a J. Bloch del 21 de septiembre de 1890 escribía Engels:
«La situación económica es la base, pero los diversos elementos de la superestructura –las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados–... las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, teorías políticas, jurídicas, filosóficas, concepciones religiosas... ejercen igualmente su acción sobre el curso de las luchas históricas y, en muchos casos, determinan de manera preponderante la forma.» (4)
Lo que me interesa de este intento de definir la superestructura es justamente lo que dice sobre "los reflejos de toda estas luchas reales en el cerebro". De hecho, no hay otra manera de entender el mundo (las luchas reales) sino en el propio cerebro de quienes lo contemplamos o, mejor aún, de quienes participan en las luchas reales que ocurren en él. No hay más realidad que la que nos ocupa y preocupa individual y colectivamente. 

El mundo exterior del hombre en sociedad parece, pues, estar compuesto, en parte, por la infraestructura (Basis en alemán) y, en parte, por la superestructura (Überbau) que identificamos con las formas materiales de la cultura (es decir, los elementos materiales que soportan el significante al que, leído adecuadamente, le corresponde un significado que, una vez más, está sólo en el cerebro de quien lo lee). 

Pero en la metáfora en la que se basa Engels, surgida de las palabras alemanas Basis y Überbau, lo que se elabora es una imagen mental mucho más rica que la de los conceptos, demasiado precisos, de infraestructura y superestructura. Basis y Überbau hacen referencia directa y clara a la construcción: Basis transmite la idea de una base (o fundamento) sobre la que se construye; Überbau puede, en efecto, referirse a la construcción (Bau) que se ha hecho sobre (über) esta base (de donde derivaría el sentido de superestructura), aunque también puede hacer referencia a los elementos que completan la misma construcción (por ejemplo, los voladizos de una fachada o un tejado) e, incluso, puede llegar a leerse como los elementos decorativos (es decir, no necesariamente estructurales) que están, justamente, sobre (über) la construcción (Bau). La conclusión inevitable es que la imagen mental que aparece con las palabras Basis y Überbau no está compuesta de dos elementos, sino de tres: Basis-Bau-Überbau y esta tríada nos llevaría a pensar en a) una base económica, b) una estructura social, c) una superestructura ideológica y cultural. 

En todo caso, y curiosamente, a esta tríada formada por los tres elementos Basis-Bau-Überbau hay que añadirle un cuarto elemento móvil como es el de los hombres (en alemán, die Menschen, palabra neutra, es decir, sin género, que permite referirse al ser humano) que viven y luchan sobre esta base (a), al tiempo que habitan y modifican la estructura social (b) y se sirven de la superestructura ideológica y cultural para interpretar, discutir y modificar la base económica y la estructura social (c). De este modo, esta construcción que, como toda construcción, aspiraría a la permanencia, la perdurabilidad, vive en constante transformación.

Dicho esto me gustaría que volvierais a mirar el cuadro de George Grosz y tratarais de discernir lo que, en cada caso, corresponde a los conceptos de Basis, Bau, Überbau y Mensch. (Y que después volvierais a mirar también, con los mismos ojos críticos, la fotografía de Tokio.) 

Lo que se desprende de todo esto es que el mundo exterior funciona como un gran significante inalcanzable cuyo significado debemos construir entre todos aportando las informaciones necesarias que nos permitan tener, individual y colectivamente, la sensación de controlar hasta cierto punto la totalidad. (5) 

La cultura, el Überbau, y con ello me refiero a todas las formas de cultura y a sus realizaciones concretas, aporta los elementos necesarios para la comprensión y uso del mundo en el cerebro de los participantes. 

¿Cómo funciona la cultura? ¿Cómo se produce el paso de la creación individual a la socialización de la cultura y del arte? ¿Podemos hablar del mundo como de un significado global? Las realizaciones culturales, ¿no son, después de todo, el despliegue de los subtemas de un único tema global que los subsume a todos? 

Son preguntas que intentaré responder paso a paso, pero lo haré, poco a poco, en los próximos artículos.
Ir al siguiente artículo: "La sociedad como significado global. La noción de sagrado y profano en la obra de Émile Durkheim"
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