La utilidad del ARTE y la CULTURA
Por Lucía Rojas
Cultura viene del latín, que significa cultivo, cultivado, y de ahí también deriva culto, de personas o suelos cultivados. Con esto podemos inferir que el vocablo cultura tiene su origen en lo rural. En Latinoamérica las tradiciones, todo el arte popular, su música, el folclor, las leyendas, supersticiones, las narraciones orales, junto con la poesía, nacen en el campo y desde ahí llega a las grandes ciudades... aunque siempre a la gente campesina se le ha calificado de inculta, sin cultura, sin cultivo. ¡Vaya paradoja!

Cultura son los modos de vida, el conjunto de saberes creencias y pautas de conductas que manifiestan un grupo social, son las costumbres de una sociedad, custodiados, guardados en general por gente de los pueblos, que conservan muchas tradiciones que se han perdido en el mundo urbano, por su fuerte valor de comunidad, que es donde se manifiesta. Toda esta semilla guardada está conservada en la cultura rural. 


Todo lo atraviesa la cultura, donde podemos encontrar los valores esenciales, donde se funda la vida civil, la sabiduría y la idea de comunidad. Las artes forman parte de la manifestación de la cultura de los pueblos, pero tanto el arte como la cultura, juegan un rol muy secundario en la vida política y social de la comunidad. Hoy están ausentes en la discusión de los presupuestos estatales, están fuera de la conversación en temas pedagógicos y menos lugar ocupan en los fondos de las instituciones privadas. ¿Para qué gastar dinero en un ámbito que no reporta beneficio? ¿Para qué destinar fondos a actividades que no entregan un rápido y tangible rendimiento económico? Esta misma reflexión puede servir para otros saberes, como los son la ciencia, sin un propósito utilitarista inmediato, tampoco la naturaleza o los seres humanos despiertan interés en el mercado. En las actividades consideradas superfluas hay un estímulo para pensar un mundo mejor, para cultivar la utopía de poder disminuir, si no eliminar, las injusticias generalizadas y las dolorosas desigualdades que pesan, o deberían pesar, sobre nuestra consciencia, sobre todo estos días. Pero hoy es muy difícil entender o distinguir dónde empieza y termina el mercado, porque el dinero lo atraviesa todo, la cultura y todo.


Somos muchos los artistas que siempre estamos cuestionando la mercantilización dentro de la mercantilización, de la cual es difícil salirse, pero es interesante cuestionarla para saber hasta dónde podemos mercantilizar el arte. Cuando hacemos una obra de teatro tenemos un producto que será expuesto a la lógica del mercado por muy independientes que seamos. La queremos vender bien porque nos queremos ganar la vida y dar valor a nuestro trabajo. Entramos en la estrategia de la economía capitalista. Meses o un año escribiendo una obra de teatro. Cuatro o cinco meses preparándola con todo lo que eso significa cuando, con suerte, encuentras una sala, con la que pactas un porcentaje de taquilla que, con todos los gastos invertidos, a veces alcanza sólo para pagar a los técnicos y poco más. Esto sumado a la escasez de público y la deficiente gestión de difusión de algunas salas, que no tienen un público cautivo. De modo que hay que apelar a los amigos de la compañía y a los familiares.


Hoy podemos decir que vivimos un capitalismo cultural porque la gente también consume cierto tipo de cultura que se pone de moda. Por eso hay compañías independientes que luchan por salirse de este sistema, así como también hay salas que se han abierto con este horizonte. Los grandes teatros los ocupan compañías apoyadas por productoras que consiguen mecenazgos que pagan un teatro privado y manejan los códigos del mercado, pero no aseguran una obra de calidad. Montajes que están hechos a medida del mercado para ser consumidos. Para mí, los pequeños milagros, de vez en cuando, aparecen en una sala pequeña con un equipo que ha hecho un trabajo a pulso, montajes que no se volverán a reponer en otra sala, aduciendo que ya se ha estrenado, que no tendrá público porque ya lo ha agotado, aunque haya estado solo un par de semanas en cartelera. Eso pasa hoy en los teatros de Barcelona.


Este proceso se parece mucho a la cultura del desecho. La idea de que todo es desechable, efímero, pasó insensiblemente del consumo de bienes, donde comenzó, a las relaciones personales, a las profesionales, a las instituciones, a la política y ha impregnado el arte y la cultura. Tampoco hay un interés real por parte de las autoridades que ocupan los cargos de cultura de dotar al teatro de diversidad, de poner distintas voces en los escenarios. Y hablo de la necesidad de intercambio artístico cultural que exigen las grandes ciudades, sobre todo turísticas, y que muchos artistas echamos de menos, porque vivimos en la llamada era de la globalización. Hay muy pocas compañías extranjeras en los teatros. Es importante conocer a través de sus creaciones las prácticas del teatro en otras culturas, saber de qué están hablando, cuáles son sus lenguajes, qué los ocupa hoy. Necesitamos ese intercambio, esa retroalimentación es altamente nutritiva para todo público y más aún para los artistas. Si no, se vuelve un teatro endémico, ocupando un término biológico como metáfora, limitado a su ámbito geográfico, donde siempre habitan las mismas especies, unas más fuertes que otras, porque así se comporta la naturaleza.


¿Cuántos bienes de consumo se venden como útiles o indispensables y no lo son? Todo está atrapado en las manos de la compra y venta del marketing y la inmediatez. Pero, ¿se considera el arte como cualquier otra disciplina cultural? ¿No podría entonces resultar el quehacer artístico un espacio donde romper el mandato dominante de tanta utilidad? 


Lo más insólito que me ha tocado ver es una obra musical en el Teatro Goya donde la escenografía era de Ikea, porque había puesto dinero la empresa. Una multinacional que vende objetos y muebles armables para el hogar. No había escenógrafo, la compañía había elegido los muebles para la obra. Sí, los muebles. Además ese día, el setenta por ciento del público era personal exclusivo de Ikea. Asimismo, harían otra función sólo para un grupo de influencers, quienes difundirían el espectáculo a través de sus redes. Yo sentada en ese teatro maravilloso fundado en 1914 ubicado en el centro de Barcelona, donde actuó por primera vez Margarita Xirgu, la gran actriz catalana, presenciaba una obra musical con escenografía de Ikea. Ahí comprendí hasta donde podía llegar la mercantilización y el marketing, que el dinero lo atraviesa todo y que el arte no es inmune, tampoco lo somos los artista. No quisiera responder de manera tan categórica a esta situación, porque tal vez hay una buena voluntad detrás, pero me causó dolor.


Hay que reconocer que el arte es una actividad inútil que no reporta beneficios, pero hay muchas cosas inútiles, no rentables, como el amor, el deseo, la creación, pero nos entregan la vida total, y entonces podríamos decir que muchas veces lo inútil termina siendo más significativo que lo útil. Si no se comprende la utilidad de lo inútil, no se comprende el arte. A una sociedad que no puede concebir que hay acciones desligadas de toda finalidad utilitarista no le podemos pedir que valore la generosidad, la gratuidad o que cree comunidad. 



Hoy, cuando estamos atravesando esta crisis sanitaria que está derivando hacia una crisis económica, es cuando las tentaciones al utilitarismo y del mas siniestro egoísmo, parecen ser la única estrella y ancla de salvación. Pero, cuando prevalece la barbarie, el fanatismo se ensaña no solo con la vida de los seres humanos, sino también con las bibliotecas, museos, con todo aquello considerado inútil. Todo lo que hemos conocido a través de la historia pasada y reciente en Siria, Irak o Mali. Las guerras han destruido obras arquitectónicas, monumentos históricos, que son la herencia cultural de los pueblos, como Palmira en Siria, donde destruyeron el templo de Baalshamin, de 1900 años de antigüedad, uno de los mejores conservados, dedicado al dios fenicio de las tormentas, y que formaba parte de la ruta de la seda. En Chile en la última crisis social, en el llamado estallido social se quemaron iglesias de valor arquitectónico, así como también espacios de encuentro como centros culturales, el emblemático Centro Cultural Arte Alameda. O se produjo el intento de quemar el Museo de Violeta Parra. Todo lo nombrado son cosas inútiles e indefensas, pero consideradas peligrosas solo por el hecho de existir. El hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla China, fue aquel primer emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Esto es tan grave, que podemos pensar que la abolición de la historia, del pasado, podría llegar a ser la decisión de una sola persona, y para muchos ese es su atributo. Sin embargo, no es necesario buscar en el pasado este tipo de hechos. Como lo veíamos, son cosas que suceden en la actualidad. Pero creo que hemos perdido el sentimiento de horror. De por sí, la naturaleza de la cultura y el arte, alejado de toda utilidad del vínculo comercial, puede ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu, en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. El arte en sí mismo tiene la capacidad para generar conocimiento y sabiduría. Por eso no podemos dejar la cultura y el arte totalmente en manos del mercado, tiene que estar acompañado de lo público. El estado debe velar por las actividades que, aunque no sean rentables, aunque no sean visualizadas en términos económicos, pueden existir. No se puede hacer arte sin apoyo económico. No, si se quiere que tenga un recorrido mayor. Si no, siempre nos quedarán los amigos, y de eso está lleno el sector. Pero son las pequeñas compañías y los artistas independientes quienes conforman esa red de afectos, de encuentros, de ayuda, un trabajo colaborativo y artesanal, que sostiene el tejido cultural-teatral de ciudades y pueblos. Y es eso lo que hoy se esta dejando morir.

Lucía Rojas es actriz, dramaturga y pedagoga teatral, practica el arte desde un cruce interdisciplinario, donde desarrolla además la poesía y el cine documental, asociado a miradas e identidades dislocadas, buscando desarticular para volver armar, como una quehacer constante, porque en ese desarme incesante, perdura la duda, la sospecha y la creación.


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