La dramaturgia de creación, que finalmente desemboca en un texto acabado, está siempre abierta a aproximaciones intuitivas y sigue procesos menudo opacos (porque los procesos mentales que nos llevan a muchas de las soluciones más imaginativas y originales casi siempre lo son), de manera que resulta más difícil de explicar y de entender sobre todo a quien no tiene el hábito de la escritura creativa. 

Es este el motivo por el que empezaré por los procesos de análisis a partir de un texto dramático acabado –es decir, la dramaturgia de dirección–, lo que nos permitirá hacer una primera aproximación a los principales conceptos de la dramaturgia en general. Sólo en segunda instancia abordaremos la tarea más compleja de ir resiguiendo uno por uno los pasos que hay que dar a lo largo de una dramaturgia de creación para alcanzar, al final del camino, el texto acabado. 

Aún así, hay que pensar que también es cierto que el análisis del texto dramático es uno de los aspectos más complejos del análisis dramatúrgico porque incluye tanto la comprensión del texto en su coherencia interna como la comprensión de la interfaz (interface en inglés ) de impacto con el público (es decir, los niveles conceptual, narrativo y escénico analizados, los tres, de forma simultánea). Con todo, y con el objetivo de simplificar al máximo el completo entramado de los aspectos que es preciso tener en cuenta a la hora de analizar cualquier situación escénica, he reducido el conjunto de los principales conceptos que resulta imprescindible evaluar a sólo nueve en un esquema que nos lleva desde la máxima abstracción conceptual hasta la máxima concreción escénica al tiempo que articula tres complejos conjuntos de códigos (lingüísticos, prelingüísticos y sensoriales) que son los que intervienen en la comunicación habitual entre las personas y también en la creación escénica (a diferencia de otras artes que se especializan en y desarrollan un único código). 

La importancia de estos tres conjuntos de códigos, sobre los que se asienta la totalidad de la comunicación humana, hace conveniente que nos detenemos en ellos un momento antes de entrar en la definición de los conceptos propiamente analíticos relacionados con ellos, y que lo hagamos, debido a la progresiva aparición en el proceso evolutivo, por un orden diferentes a como lo solemos hacer, es decir: a) códigos sensoriales, b) códigos prelingüística y c) códigos lingüísticos. 

Es imprescindible no olvidar que el ser humano es el resultado de una evolución ciega y que la diversidad de los códigos que utiliza han ido incorporándose a medida que aparecían los mecanismos sobre los que se sustentan y que ofrecían la posibilidad de un incremento en la capacidad de supervivencia. De hecho, los primeros organismos reaccionaron a su entorno y fueron, progresivamente, incorporando mecanismos para captar todo lo que ocurría a su alrededor. La ventaja está siempre del lado del organismo que logra una mayor eficacia y distancia perceptivas. Estos mecanismos fueron el origen de los órganos de la percepción, que se desarrollaron desde las formas más simples –l'ull, por ejemplo, a partir de un conjunto de células fotosensibles (1)–. Hasta bien avanzado el desarrollo en la escala evolutiva, la percepción sensible (tal como se ha desarrollado en toda su diversidad en el conjunto de las especies con el objetivo de obtener información útil para la supervivencia) fue la forma en el que los seres vivos se integraron en el sistema (ecosistema) que los acogía. Las formas más rudimentarias de la comunicación entre individuos de la misma especie son, seguramente, anteriores a la diferenciación de los sexos, aunque con esta, y con la consiguiente posibilidad de la aparición del grupo, se produce el verdadero salto cualitativo. Los individuos de diferente signo sexual necesitan reunirse esporádicamente con el objeto de la reproducción y así aparecen los mecanismos del reclamo, del reconocimiento y de los rituales de aproximación, apaciguamiento y apareamiento desde las formas más simples hasta las más complejas. Sólo en un estadio muy avanzado de la evolución animal aparece la necesidad biológica del grupo y, con ella, la enorme variedad de mecanismos de comunicación interna necesarios para su estructuración y cohesión. El lenguaje humano, que simplemente se suma a todos ellos, es sólo el más reciente de estos mecanismos. 

Cabe señalar que lo que llamo códigos sensoriales son en realidad consecuencia de la necesidad de interpretar los signos naturales que se dan en nuestro entorno. Hablamos, por tanto, fundamentalmente de recepción. Pero no sólo de ella. No es necesario llega al ser humano para descubrir intervenciones en el entorno a este nivel sensorial. Muchos animales marcan su territorio con signos olfativos y visuales, como advertencia prolongada para individuos de la misma especie (pero no exclusivamente). Otros advierten sonoramente de su presencia, en un acto de comunicación dentro del grupo o tratando de establecer contacto con individuos de la misma especie, aunque también puede tratarse de un acto amenazador ante posibles predadores. En estos casos tenemos que hablar de emisión. Evidentemente el hombre, con su potencial de intervenir y modificar su entorno, incrementa enormemente su capacidad de emisión con respecto a estos códigos sensoriales. Por su antigüedad en la escala del proceso evolutivo, estos códigos tienen una base genética muy fuerte, por lo que reaccionamos ante estos signos de forma intensamente instintiva (insisto en este hecho porque en esta reacción instintiva se fundamenta en gran medida el impacto energético que esperamos que reciba el público). 

También, y por las mismas razones de antigüedad, tienen un gran fundamento genético los códigos prelingüísticos (gestuales, faciales, fónicos, proxémicos ...). La existencia del grupo organizado exige, en la más elemental de las organizaciones, como mínimo unos rudimentos de comunicación que se vuelven más y más elaborados a medida que el grupo se articula en estructuras jerárquicas y de colaboración internas más complejas. Podemos imaginar perfectamente un estadio prelingüístico de la humanidad en el que ya se dieran prácticamente todas las condiciones para la aparición del lenguaje propiamente dicho dentro de un grupo en el que la diversificación estructural y la colaboración entre los diferentes grupos de edad, sexuales y jerárquicos fuera ya muy avanzada. Sobre estos códigos prelingüísticos, que tienen un poderoso anclaje instintivo en el aspecto emocional (fundamental en el proceso de elaboración de la estructura energética de emisión-recepción teatral), se fundamenta el arte del actor. 

Lo que resulta fascinante del lenguaje humano (fundamentalmente verbal) es que con él aparece la posibilidad de transmitir de forma bastante completa y satisfactoria experiencias complejas no vividas personalmente. Es decir, permite la descripción y la narración de circunstancias y sucesos de tal manera que podamos incorporarlos como propios en nuestro bagaje existencial. No es necesario haber estado en la luna, ni haber vivido en primera persona la explosión del Big Bang para dar como un hecho posible esta realidad. Esta capacidad del lenguaje permite acumular colectivamente información que, hasta el advenimiento del lenguaje propiamente dicho, sólo podía ser patrimonio individual, porque se basaba exclusivamente en la experiencia propia. Es de esta manera como el lenguaje subvierte el orden de importancia de los códigos, relegando los códigos sensoriales, que fueron, sin lugar a dudas, la fuente principal de información hasta ese momento, a un segundo término. 

La capacidad del lenguaje de transmitir experiencias no vividas en primera persona abre interesantes aspectos psicológicos que intervienen en la comunicación y repercuten en todas las artes narrativas. Existe, de entrada, un pacto entre los hablantes sobre la existencia real de aquello sobre lo que informan. Esta forma de creer en lo que alguien transmite, este acto de fe elemental, abre, en efecto, la posibilidad de lo trascendente, es decir, de lo que se encuentra más allá de los límites de cualquier conocimiento posible y que es el fundamento de la religión en cualquiera de sus formas. Lo trascendente como verdad indemostrable nos lleva a interrogarnos inevitablemente sobre la contracara de la verdad, es decir, de la mentira, que es la expresión o manifestación contraria a lo que se sabe y que comporta algún beneficio para quien engaña respecto a quien es engañado: no se debe menospreciar la importancia de la astucia –como habilidad para engañar o evitar el engaño– en las disputas en las que se enfrentan los seres humanos. Y también nos lleva a interrogarnos sobre el uso social de la mentira institucionalizada en la ficción, que supone la invención de sucesos y personajes imaginarios, que es el fundamento tanto de la mitología como del arte de narrar tal como hoy lo practicamos. 

Sobre esta diversidad de realidades no experimentadas, indemostrables, trascendentes, mitológicas y ficticias se asientan, en su día a día, las comunidades humanas de una manera sorprendentemente natural y sin conflictos. El teatro es sólo uno más entre los medios que contribuyen a construir una imagen del mundo.

Pablo Ley 
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