He partido de la idea de que un personaje vive en un presente que no deja de ser la expresión de un estado de equilibrio entre el pasado y el futuro. El pasado provee de gran parte de las certezas que nos permiten adentrarnos en el futuro, es el cajón de sastre de nuestra experiencia y de nuestro conocimiento y es donde buscaremos siempre, en primer lugar, una respuesta a nuestros problemas actuales y futuros. Mientras el equilibrio se mantenga, podemos dar por hecho que el personaje es razonablemente feliz, vive razonablemente en paz consigo mismo y su horizonte de futuro aparece como una posibilidad razonablemente alcanzable –sólo amenazada por lo que llamamos imponderables, es decir , lo que es absolutamente imprevisible–. 

Este estado de equilibrio –justamente porque todo equilibrio se percibe como una situación estable, sin posibilidad de evolución o transformación–, es un estado sin conflicto, sin confrontación, un estado sin acción y, por lo tanto, sin drama. Todo drama –en el sentido clásico– implica una transformación a través de una cadena de sucesos desde un desequilibrio hasta el restablecimiento de un nuevo equilibrio (o la aniquilación... volveremos en la próxima entrada sobre esta segunda alternativa). 

De todo ello resulta que, dramáticamente, el estado ideal de un personaje es aquel que implica un desequilibrio porque –al contrario que un estado de equilibrio– todo desequilibrio permite el conflicto, la confrontación, la acción y, en consecuencia, el drama. Pensemos en Aristóteles cuando define la adecuada extensión de una tragedia o una comedia y dice: "Y por decirlo con una norma general, es suficiente el límite de la extensión que, dando paso a los hechos de una forma probable o necesaria, permite el paso del infortunio a la dicha, o de la dicha al infortunio" (1). Lo que plantea es, justamente, que toda obra debe permitir esta transición, bien de un estado de equilibrio a un estado de desequilibrio (tragedia), o bien de un estado de desequilibrio en un estado de equilibrio (comedia).

 Parece, pues, que, para hacerlo teatralmente útil, nos convendría modificar ligeramente el esquema que hemos presentado en la entrada anterior (17_el personaje: memoria y anticipación). Habría que hacer, en efecto, una pequeña modificación en la que pusiéramos el énfasis, por un lado (a la izquierda), en la importancia del bagaje de las experiencias adquiridas y, por otro (a la derecha), en las sucesivas etapas de las expectativas de futuro, que hacen de contrapeso ampliando las expectativas a corto, medio o largo plazo. 

Ya hemos definido en la entrada anterior las expectativas a corto plazo como las que tenemos la razonable certeza de poder alcanzar sin tropiezos (son las que van hasta dentro de unas semanas, de unos meses, de algunos años vista... cuando no esperamos ningún cambio en nuestras vidas). A medio plazo serían las que permiten proyectarnos en un futuro lejano pero razonablemente alcanzable (ver crecer a los hijos y llegar a ver los nietos, por ejemplo). A largo plazo son las expectativas de una felicidad completa en la que habremos logrado hasta aquellos objetivos que, por ahora, parecen remotos, pero no del todo imposibles.

En el siguiente esquema representamos estos tres plazos de las expectativas mediante las tres líneas rojas:
Parece evidente que el desequilibrio, cuando se produce, llega inevitablemente por el lado de la vida futura, con la voladura de las expectativas de futuro que nos provoca una zozobra inmediata por la pérdida de todos los objetivos vitales. Pero lo importante es que esta voladura, esta zozobra, afecta también a la vida pasada, que, en la medida que pierde, en tanto que bagaje de recursos, experiencias y conocimientos, su función anticipativa, se vuelve de pronto irrelevante: no hay nada en el pasado que nos permita anticipar un futuro inexistente.

Volvamos a Edipo y observemos cómo se derrumba su felicidad presente y cómo, al mismo tiempo, se destruye la completa construcción de lo que él creía que era su propia historia (que resulta finalmente ser falsa) y desaparece toda posibilidad de futuro (el patético monólogo final que dirige a sus hijas). Pensemos en Macbeth, en el Rey Lear, en Hamlet... el desequilibrio dinamita la estructura de tres tiempos pasado-presente-futuro y reduce la acción a la inmediatez del instante actual.

En el momento en que se hunden nuestras expectativas de futuro, el presente inmediato es el único tiempo posible. Es el presente del desequilibrio. Es el presente del conflicto y de la acción. Es el presente del drama.

La pregunta que ahora nos queda por hacer es: ¿qué es lo que provoca este desequilibrio?

Pablo Ley
24.4.2020

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