La guerra y el sufrimiento femenino 
Una lectura de La Plaza del Diamante 
(por Jordi Barra)

«La hemos hecho más luchadora aún, es una feminista, que lucha por sobrevivir con una gran fuerza interior». Esta declaración de Paco Mir de cómo había caracterizado el papel de la protagonista deLa plaza del Diamante(1962) hizo de desatascador. Pablo Ley me había invitado a participar en la revistaÍtacapara hacerme cargo de la sección de memoria histórica. Ni que decir que consiguió encomendarme su pasión por este proyecto, y acepté. Dudaba mucho sobre la temática de mi primer artículo. Daba vueltas y más vueltas. Las palabras del director del último montaje teatral que se ha hecho de la novela de Mercè Rodoreda (1908- 1983) me sorprendieron mucho, a la vez que encendieron mi interés por conocer su propuesta. ¡Ya lo tenía! Gracias, Paco.
La idea mayoritaria sobre el talante de Colometa es, utilizando las palabras del propio Paco Mir, "doliente y delicuescente". Él nos quería dar una visión de una mujer no tan pánfila, sino más luchadora. Para mí, el interés de todo era que me permitía valorar el personaje de Colometa desde esta nueva mirada y, a la vez, analizar los elementos de memoria histórica que contiene toda la obra y que afectan a la protagonista. 

Para empezar, sólo un apunte. Decir que la autora vivió los hechos, la época, y eso siempre se percibe. Ella, para crear, bebe de su biografía. No le hizo falta documentarse ni recrear un espacio, unas circunstancias y unas sensaciones no vividas, como deben hacer siempre los autores no coetáneos al tiempo de la obra. A menudo, como historiador, me encuentro que en una conferencia o conversación con personas que vivieron nuestra guerra civil y la posguerra, te descalifican como interlocutor válido porque ellas vivieron (sufrieron) aquel momento, y tú no. No importa los años de carrera, los seminarios, jornadas y congresos en los que hayas participado, los libros leídos y escritos, la documentación consultada, los testigos entrevistados... Lo más punzante: "usted no había ni nacido". Como respuesta, por respeto, y mientras no se pasen de la raya, debes morderte la lengua, aunque tengas cien testigos contemporáneos a los hechos que declaran lo contrario de lo que dice quien te está desautorizando. Gajes del oficio. 

Plantear que Colometa es una luchadora rompe claramente con el arquetipo imperante muy marcado por la interpretación cinematográfica de Sílvia Munt en la película de Francesc Betriu (1982). Podéis disfrutarla de forma gratuita, dividida en cuatro capítulos, en el apartado A la carta de la web de RTVE.

La plaza del Diamante: una crónica de Barcelona

La novela de Rodoreda nos ofrece una crónica, un testimonio femenino, de la vida de la Ciudad Condal. Acompañamos a la protagonista en los momentos previos al conflicto (el antes): la vida en las calles, las Fiestas de Gracia, el trabajo en la pastelería, el noviazgo, el cortejo, la búsqueda y arreglo del piso, la boda, la llegada de la República, el trabajo en el servicio doméstico, el nacimiento de los hijos. En resumen, la vida cotidiana en tiempos de paz. 

También, de su mano, veremos lo que pasa mientras transcurre la guerra (el durante) con todos sus eventos trágicos que la llevarán al límite. Habrá episodios de la represión en la retaguardia republicana, como el registro de los milicianos en la casa donde sirve Colometa o el asesinato, al principio de la guerra en la carretera de la Rabassada, del pastelero para el que había trabajado. Durante la guerra, en Cataluña, 8.352 personas fueron asesinadas en la retaguardia. Un triste momento de nuestra historia. Dentro de este episodio, en la obra también aparece la persecución religiosa. Por un lado, la destrucción del patrimonio:
«... al cabo de unos días de humo de iglesias echando chispas.»
Por otro, la persecución de los religiosos. En toda España fueron asesinados 6.818 eclesiásticos, 2.441 en Cataluña. Las diócesis de Lleida (65,8%) y Tortosa (61,8%) fue donde por porcentaje murieron más, prácticamente dos de cada tres clérigos del obispado. Dentro de este horror, en la ficción de la novela, se produce un hecho que también se dio en la realidad: personas que ayudarán a huir a aquellos que están en peligro. Quimet y sus compañeros, a pesar de ser milicianos republicanos, facilitarán que mosén Joan pase la frontera y pueda salvarse. También estarán presentes los bombardeos. La descripción que hace Colometa del ambiente nocturno azul debido a la obligación de pintar de ese color ventanas y farolas como sistema de protección contra los ataques nocturnos de la aviación fascista. O como lo sufren los suyos en su propia carne:
«Cuando volvía a casa siempre la encontraba (a su hija Rita) donde la había dejado. Si era de noche al pie del balcón. Si habían sonado las sirenas, junto a la puerta del piso, con los labios temblorosos, pero sin decir nada.»
Una mirada a pie de calle de los problemas, los miedos y la muerte en la Guerra Civil. Esta obra funciona tan bien porque está escrita en clave personal. Rodoreda nos permite así solidarizarnos con Colometa. Comprendemos sus sufrimientos, sus dificultades, sus limitaciones, su resquebrajamiento. Vemos la vida desde su interior, todo a través de sus ojos. Ella hace lo que puede con los recursos, conocimientos y estado anímico que tiene en cada momento. Las guerras no tienen manual de uso. Llegan y, como una apisonadora descontrolada, aplastan a la población. 

Cuando trabajamos la memoria utilizamos la empatización como método para llegar al público. Si yo digo y explico que en el Holocausto murieron casi seis millones de judíos, la reacción de la gente no es la misma que si cuento la vida o leen El Diario de Ana Frank (por cierto, una adaptación teatral la hicieron en 1952 los dramaturgos estadounidenses Frances Goodrich y Albert Hackett). Por eso nos llega tan profundamente La plaza del Diamante. Rodoreda nos permite que acompañemos a Colometa / Natalia en todo este proceso (antes, durante y después).

Colometa como víctima 

Colometa es claramente una víctima. Entendemos como víctima (el concepto que yo trabajo y desarrollo): persona que sufre un mal que no quiere. La idea predominante que teníamos hasta ahora de Colometa era como la de un cordero que va al matadero sin decir prácticamente nada. En el momento que lucha ("con una gran fuerza interior") se está resistiendo. Ofrecer resistencia, en mayor o menor grado, es lo que caracteriza a la mayoría de las víctimas. En este artículo, intentaré analizar qué elementos de victimización y de resistencia encontramos.

Colometa es polivíctima, sufre más de una victimización. Se acostumbra a pensar que una persona es víctima sólo de una circunstancia. El gran descalabro que supone sufrir un conflicto bélico provoca que la mayoría de quienes lo viven acumulen varias situaciones traumáticas. Cuando preguntamos a la gente que vivió la Guerra Civil cuáles son las tres peores cosas que recuerdan, mayoritariamente contestan lo mismo y en este orden. Primero, los muertos. Perder a seres queridos o cercanos. Segundo, sufrir un bombardeo. Tercero, pasar hambre, muchísima hambre. La relación con la comida ha marcado profundamente a toda la generación de la guerra. El hecho de no dejar ni una migaja, de rebañar el plato hasta el punto de parecer sacado directamente del lavavajillas, o almacenar alimentos aunque vivan junto a un supermercado abierto 24 horas. Es curioso cómo esta memoria del hambre se ha perdido en una sociedad, la actual, en la que derrochamos los alimentos. Estas tres cosas (los muertos, los bombardeos y el hambre) las padece Colometa de lleno. 

En el frente de Aragón, perderá a su marido, Quimet, que se ha unido a las columnas de milicianos. También, a los amigos de éste. Cintet, igualmente caído en el frente, y Mateo, fusilado. Ochenta años después del fin de la guerra, desgraciadamente, todavía no sabemos exactamente cuántas personas murieron. Tenemos una idea aproximada. En Cataluña, para llenar este vacío, existe desde hace 30 años una investigación en el Centro de Historia Contemporánea de Cataluña llamada El Coste Humano de la Guerra Civil. Se trata de elaborar una exhaustiva relación nominal de los muertos y desaparecidos, y crear una base de datos de acceso público y libre elaborada a partir de fuentes documentales y de la recogida de testimonios. Si Quimet, Cintet y Mateu fueran personas reales estarían en este listado. Si estáis buscando alguien, os sugiero consultar la web del Coste Humano y utilizar el buscador. Me alegra decir que esta recomendación, que siempre hago, ha dado más de una vez frutos positivos y ha puesto fin a décadas de búsqueda y sufrimiento de muchas familias. Sólo utilizando el ratón del ordenador han encontrado información de su pariente desaparecido. Esto llena de satisfacción y de sentido la tarea, a menudo poco conocida y no suficientemente valorada, del equipo del Coste Humano, que durante todos estos años ha hecho, y siguen haciendo, una labor titánica. 

Aunque es un trabajo no acabado, un work in progress, ya tenemos suficientes datos para hacernos una primera idea, una radiografía bastante firme, de las causas y de quiénes son los que murieron en la guerra. Aproximadamente un 94% fueron hombres, un 5% mujeres y un 1% desconocidos. Esto nos indica claramente que el factor sexo es el más determinante como condicionante para ser o no víctima mortal. La primera causa de muerte, y mayoritaria (61,3%), es en acción de guerra, seguido de retaguardia (14,7%) y bombardeo (8,3). Hasta completar el 100%, tenemos represión, refugiados, accidentes, exilio... Si el 61,3% fallece en acción de combate y el 94% fueron hombres, esto quiere decir que eran combatientes, o sea soldados, como Quimet, Cintet y Mateu. Los muertos, predominantemente masculinos, provocarán otras tipologías de víctimas: las viudas (Colometa) y los huérfanos (Antonio y Rita, hijos de Quimet y Colometa). Si hoy en día una viuda tendría problemas para salir adelante, imaginaos hace 80 años. Si esta mujer pertenecía al bando republicano, el perdedor, todavía peor, difícilmente se beneficiaba de las medidas reparadoras y protectoras del nuevo régimen. Muchas quedaban marcadas, estigmatizadas. Colometa es despedida y, terminada la guerra, no podrá volver a trabajar en el servicio doméstico de una casa acomodada justo por esta estigmatización. 

Sobre Colometa se van acumulando una serie de circunstancias negativas. Una encima de otra. Un lastre pesado que la hunde y la ahoga.

La autodestrucción como forma de resistencia

Hemos dicho que uno de los elementos que hicieron sufrir más a la población fue el hambre. Esto disminuía las fuerzas tanto físicas como anímicas. Alimentarse, utilizando toda una serie de estrategias, se convierte en el eje articulador y central de la vida diaria. Es la necesidad básica humana para sobrevivir. Cuando Quimet está en el frente y visita a su familia, consciente del hambre que pasan en Barcelona, intenta llevar víveres que apacigüen momentáneamente la falta de alimentos de los suyos. Muerto éste y perdido el trabajo principal de servicio doméstico de Colometa, la cosa se agrava notablemente. Ella buscará una serie de formas de resistencia para asumir este grave problema. Racionarà al máximo los pocos alimentos que tienen e, incluso, llegará a internar a su hijo temporalmente en una colonia de niños refugiados para tener una boca menos en la mesa, con el coste emocional que provocará en la relación madre-hijo. Es matemática pura. Tres bocas son raciones de un 33% de tamaño, dos bocas (ella y su hija) de 50%. Se lo va malvendiendo todo, absolutamente todo, para poder comprar comestibles. El agotamiento de los recursos económicos, el gusanillo continuo del estómago, la visión de sus hijos famélicos («Ya hacía días que no habíamos probado nada») y ya no encontrar soluciones para abastecerse son los hechos determinantes para tomar una terrible resolución. Como Medea, decide matar a sus hijos. Y, además, suicidarse a continuación, haciendo esta reflexión desoladora:
«No hacíamos daño a nadie y nadie nos quería.»
El suicidio siempre ha sido un tema difícil de afrontar. Incluso de hablar. Es un fenómeno que, en 2017, en España, registró 3.697 muertes. Para tomar conciencia de la dimensión del hecho, pensemos que, ese mismo año, hubo 1.830 defunciones por accidente de tráfico. ¿Qué lleva a alguien a destruirse? Nos cuesta mucho entenderlo. En las guerras, donde nos enfrentamos a situaciones nunca imaginadas, muchas personas, al límite de sus fuerzas físicas y anímicas, optarán por él. Habría que hacer estudios de los suicidios en la Guerra Civil. Detectamos casos aquí y allá (en el campo de Argelès, por ejemplo). Técnicamente no es fácil de hacer. Al investigar las formas de resistencia en general, y en las guerras en particular, desde hace tiempo me ronda por la cabeza una idea. Una idea para debatir y compartir: el suicidio podría ser una forma de resistencia de los humanos, genuinamente humana. Una opción que tenemos para detener un mal que no queremos sufrir y que no podemos soportar, hasta tal punto que morir es mejor que vivir. Recurrir al botón rojo de la autodestrucción, del ya no juego más, del ya basta. Las guerras llevan a las personas al extremo y algunas de ellas, una minoría (¿las más débiles?, no lo sé), optan por el suicidio como solución a su inquietud, a un malestar insoportable. Este hecho trágico (muy teatral) nos inquieta porque nos cuestiona y hace tambalear nuestras certezas. ¿Qué haríamos nosotros si nos encontrásemos en la misma situación? ¿Cuál sería nuestra elección si nosotros fuésemos Colometa?

El grito: Colometa vuelve a ser Natalia

La mayoría de las personas están capacitadas para superar una situación adversa. Esto es lo que se llama resiliencia («La capacidad del individuo de afrontar con éxito una situación desfavorable o de riesgo, y de recuperarse, adaptarse y desarrollarse positivamente ante las circunstancias adversas»). En física, sería la capacidad que tiene un material para retornar a su posición inicial, como lo haría un muelle cuando cesa la fuerza que lo deformaba. 

En unas jornadas que hicimos con psicólogos, que llevaban por título "Víctimas y silencios", quisimos hacer una aproximación a los mecanismos traumáticos que afectan a la mente y el alma humanas, no desde el punto de vista del historiador, a quien le faltan o no domina estas herramientas, sino guiados por expertos en comportamiento humano. Allí nos explicaron que entre el 85 y el 90% de las personas podían superar por sí solas, sin ayuda de nadie, una situación traumática. Eso sí, hay un factor clave, se necesita tiempo. Algunas requerirán más y otras menos. Esta situación siempre me recuerda el dibujo de las primeras páginas de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Aquel en que se ve, como si fuera una radiografía, una boa en reposo haciendo la digestión de un elefante que tiene en su interior. El tiempo nos ayuda a que vayamos digiriendo la problemática y retornar a un estado apto. Pero queda entre un 10 y 15% que no podrán. Estos necesitarán ayuda especializada (psicológica y farmacológica) con resultados dispares (superación, cronificación y un pequeño grupo quedará afectado de por vida). La resiliencia es una competencia que parece ser innata en el ser humano. Nos viene de serie. Este tránsito sanador podemos entenderlo cuando escuchamos en boca de la protagonista qué va sintiendo a medida que los años pasan:
«Muchas lágrimas, mucho dolor por dentro y por fuera.»

«Y en cuanto llegué al piso, yo, que siempre había sido dura de llantos, rompí a llorar como si fuera una cosa cualquiera.» 

«Y al final entendí qué querían decir cuando decían esta persona es de corcho... porque de corcho era yo. No porque fuera de corcho, sino porque tuve que volverme de corcho.»

«Me costó levantar la cabeza, pero poco a poco volvía a la vida después de haber vivido en el agujero de la muerte.»

«Y sentí de manera intensa el paso del tiempo (...) el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos amasa. Lo que rueda y rueda dentro del corazón y lo hace rodar con él y nos va cambiando por dentro y por fuera y con paciencia nos va haciendo tal como seremos el último día.»
Además del tiempo, hay un segundo factor determinante para superar un trauma. Es el entorno protector, la red familiar y de amigos, de complicidades, que nos apoya y nos cobija. Colometa, a la vez que recibe los golpes, va perdiendo el ya de por sí reducido grupo de personas protectoras. No cuenta con una red social que le facilite hacer la resiliencia. La madre murió antes de la guerra y con el padre, casado en segundas nupcias, tiene una relación muy fría. Éste sucumbirá en un bombardeo:
«Y cuando bombardearon desde el mar, mi padre murió. No por culpa del bombardeo, sino porque, del espanto, se le paró el corazón y se murió.»
En Cataluña, de 1936 a 1939, morirán 5.000 personas por bombardeos. A diferencia del padre de Colometa, mayoritariamente no morirán por ataques marítimos, sino aéreos. La muerte de Quimet, el marido, es el inicio de la desolación de Colometa. Rodoreda, en el prólogo de la novela, hace esta observación: «Colometa, que sólo se parece a mí por el hecho de sentirse perdida en medio del mundo». 

Un golpe de suerte lo cambiará todo. Como en las tragedias griegas, donde los dioses intervienen alterando la trayectoria natural de los acontecimientos, el encuentro con el tendero Antoni (Rodoreda interviene con un sutil Deus ex machina) modificará radicalmente su vida. Le quitará el pesado yugo que la hunde. Le dará trabajo. De pronto, podrá pagar las deudas y comprar comida. La propuesta y aceptación de matrimonio cambiará su estatus, alejándose de este modo de la zona de exclusión y marginación social. Antoni se convertirá en la figura protectora para ella y sus hijos. Esto le permitirá iniciar el proceso de resiliencia. 

La suerte, junto con el sexo, la edad, la ideología, las creencias, la posición geográfica y la cronología, es uno de los elementos condicionantes para convertirse en víctima. La definición lo dice todo: «Encadenamiento de sucesos considerado como fortuito en tanto que decide la condición buena o mala acaecida a cada persona». Estar o no estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. En el punto álgido y más dramático se cruzarán Colometa y Antoni. Este sabe captar el momento e intuye la situación. Se produce el encuentro azaroso de dos personas que se pueden complementar y, haciéndolo, resuelven y cambian su destino trágico. Tienen algo en común, algo que siente Colometa en su interior y que también observa en Antoni:
«Me pareció una concha con la cáscara rota que no es otra cosa que un gran abandono.»
Este abandono queda apaciguado gracias a que los unirá la suerte. La posibilidad de beneficiarnos de la suerte permite tener siempre una brizna de esperanza indispensable para no desfallecer en las situaciones adversas. El grito de Colometa, el momento culminante de la obra, tan potente y significativo, enseguida me conectó con otros dos que siempre me han impresionado hasta el tuétano. Por un lado, el cuadro expresionista de Edvard Munch, El grito. Al igual que el grito de Colometa, surge en un paseo. El caminar como forma de movimiento físico que ayuda a pensar, a reflexionar, influenciado por las personas, cosas y situaciones que surgen en el camino y que finalmente provocan una reacción. El pintor noruego, también con una vida torturada, explica en su diario de dónde surgió la idea:
«Paseaba por un sendero con dos amigos –el sol se puso– de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio –sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad– mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.»
Por otra parte, el grito de Charlie Rivel en la obra Uuuuh!, del dramaturgo Gerard Vázquez. En ésta, basada en hechos reales, encontramos al famoso clown actuando a la Alemania hitleriana durante la Segunda Guerra Mundial. El protagonista quiere irse, ya no puede más:
«Estoy agotado de tantas cosas como he sabido, de todo lo que he visto, de todo lo que he escuchado».
Estas palabras las podría suscribir perfectamente Colometa. Sabemos que Rivel, acabada la guerra, sufrió, por los hechos vividos, una profunda depresión que lo alejó de la escena durante años. También tuvo que hacer su resiliencia. Al final de la obra de Vázquez, Rivel inicia su última actuación en Alemania. Entra en el escenario y se sube a una silla. Abre un pequeño acordeón para tocar, y éste se rompe quedándole las dos mitades del instrumento una en cada mano. Ante esto, gime como si fuera un niño pequeño y emite un fuerte grito prolongado que arranca de un profundo dolor, para empalmar a continuación con su característico aullido (Uuuuh!). Cuando se hizo esta obra en la Sala Tallers del TNC, un día, cuando ya hacía bastante rato que había terminado la obra y los encargados se disponían a cerrar la sala, se encontraron, en la penumbra del patio de butacas, a un espectador clavado en su asiento, paralizado. La fuerza de la última escena con el grito, y todo el argumento de la obra, le habían provocado un estado de shock. Podéis disfrutar de la versión cinematográfica en la pel·lícula El payaso y el Führer (2007), dirigida por Eduard Cortés. A Charlie Rivel, con su gemido, le sale por la boca todo el horror del nazismo y el Holocausto. A Colometa le pasará lo mismo. Al principio no quiere salir de casa, del lugar seguro, del área de confort:
«Vivía encerrada en casa, la calle me daba miedo.»
Pero, posteriormente, una fuerza la impulsará a recorrer las calles de una forma continua y convulsiva.
«E iba por calles desiertas y vivía despacio... Y de tanto ir de una blandura a otra, yo misma me volví blanda y todo me hacía llorar.»
Al principio no puede expresar lo que siente («Quería gritar y la voz no me salía»). Finalmente, llega el chasquido. Una pesadilla que estalla definitivamente cuando Colometa grita:
«Lancé un grito de infierno. Un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro, y con aquel grito, tan ancho que costó que me pasara por el cuello, me salió por la boca un poco de cosa de nada, como un escarabajo de saliva... y esa pizca de cosa de nada que había vivido tanto tiempo encerrada en mi interior era mi juventud que huía con un grito que no sabía qué era... ¿abandono? »
En el teatro Poliorama, donde se ha podido ver la versión de Paco Mir de la obra, después de un parlamento, Núria Bonet, la actriz que encarna magníficamente a Colometa de mayor, grita por ella y por todos los espectadores que se han ido tragando, a través de ella, al elefante del dolor. Es un grito liberador, un vómito resiliente, transformador. En el ámbito de la ecología, resiliencia designa «la capacidad de un ecosistema de retornar a la misma composición específica y al estado normal al ser afectado por perturbaciones o interferencias». Pienso que Colometa va más allá de este retorno. En su proceso de rehacerse llega más allá del inicio de la guerra. Nos damos cuenta de que su vida antes de ésta, con Quimet, no era satisfactoria. Ya en el noviazgo y en su matrimonio, su marido se impone a ella y anula su identidad. Incluso, desde el primer momento, le cambiará el nombre, con todo lo que ello supone de alienante. Quimet tiene unos rasgos de comportamiento que hoy en día entrarían en la tipificación de perfil tóxico. Hace 80 años el protagonismo social era absolutamente masculino y a la mujer se le reservaba un papel secundario. Con el grito, Colometa se va, se va volando, y regresa Natalia, pero una Natalia más madura. El grito como expresión profunda de la ansiedad del alma, de la angustia existencial, del dolor de vivir. A Colometa, con el suyo, le sale todo el sufrimiento acumulado durante largo tiempo. Le sale por la boca el horror de la Guerra Civil.


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