el tema o el principio de coherencia 6 (ver todos los artículos de la serie)

Ábside de Sant Climent de Taüll

EGO SUM LUX MUNDI

(o la homogeneidad de la idea del mundo)

per Pablo Ley


Uno de los lugares donde probablemente he pasado algunas de las horas más felices de mi vida ha sido el Museo Nacional de Arte de Cataluña, donde he paseado horas y horas por las salas del románico catalán. Hablo de los años 70, cuando, con 16, 17, 18 años, me escapaba del colegio con un compañero de clase y nos pasábamos la mañana visitando museos –la Fundación Miró, el Museo Picasso y, sobre todo, las salas del románico del actual MNAC–. Aquel, en efecto, era un mundo especial. Las salas del románico –antes de la remodelación que dejó a la vista las carcasas que sostienen los frescos– reproducían sencillamente la planta de las iglesias donde se habían encontrado los frescos que se exponen. El silencio del museo por el que deambulábamos por salas prácticamente vacías, la buena iluminación de las pinturas, el tiempo ilimitado para observar los detalles ocultos –me fascinaban los graffiti con dibujos de castillos y caballeros con escudo y lanza sobre sus caballos que algún niño de los siglos XI, XII o XIII había esgrafiado a escondidas en la pared del ábside–, la sensación de penetrar en un espacio sagrado... todo invitaba a un estado de ánimo que a menudo tenía una punta de misticismo. EGO SUM LUX MUNDI anunciaba el pantocrátor desde el ábside de Sant Climent de Taüll. Y la pregunta que me bailaba por la cabeza cuando ya bajaba las escaleras hacia la Fuente de Montjuïc era: "¿Por qué todas las iglesias románicas se parecen?"


En el fondo una iglesia románica se parece a otra iglesia románica –aunque las diferencias puedan ser notables tanto en técnica y estilo como en riqueza iconogràfica– sencillamente porque, al igual que se desdoblan las células vivas, cada iglesia era conformada siguiendo las instrucciones de su ADN que es, en última instancia, el tema que la define. EGO SUM LUX MUNDI apelaba a una identificación entre Dios y la luz del sol que nacía precisamente por el Este, que es hacia donde se orientaba la aspillera del ábside que iluminaba el altar. La iglesia funcionaba como cosmos dentro del cual se reunía la comunidad de los cristianos guiados desde el amanecer del tiempo hasta la puesta de sol, que era el sol de justicia, el sol que señalaba el juicio final que precedía a la noche, el fin del mundo. Cada iglesia románica transmitía un único mensaje, siempre el mismo, repetido sin variaciones excepto en los detalles, en cada lugar donde se levantaba una nueva iglesia.


Y es en este sentido como hay que entender que cada medio de comunicación social –desde los más simples, como un frontal de altar, a los más complejos, como, por ejemplo, el completo edificio de una iglesia románica– son emisores de significados homogéneos.


Los medios de comunicación social como emisores de significados homogéneos


Es en este sentido que hay que hablamos de una necesaria, específica y no compartida funcionalidad comunicativa que en el caso de una iglesia o de un frontal de altar románicos sería, como hemos visto, la de transmitir una determinada visión del mundo, literalmente una visión del cosmos (una cosmovisión (1)). Pero la pregunta que aparece de forma inmediata es: ¿puede afirmarse realmente que, en general, los medios de comunicación social emiten significados homogéneos? Aceptemos, a priori, que es así. Y, entonces: ¿qué es lo que hace que un medio de comunicación social sea especialmente apto para asumir una serie de significados caracterizados por una determinada homogeneidad?

No hay más que mirar nuestro entorno para darse cuenta de la inmensa homogeneidad (de formas y significados) de nuestras ciudades. Desde las casas, que, con la disposición de sus habitaciones, plantean una idea muy concreta de la familia y de la convivencia, a las tiendas, los bancos, las empresas, las entidades públicas, escuelas, universidades, bibliotecas, iglesias (lo que queda de las viejas creencias religiosas), bares, restaurantes, teatros, cines, salas de conciertos, discotecas... todo son elementos que se repiten de forma idéntica a lo largo y ancho de la ciudad siguiendo un patrón espacial perfectamente previsible. Todos estos elementos hacen referencia a un único significado que traduce de manera exacta la idea global de una cosmovisión basada en una concepción determinada de la economía y la sociedad.

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En las últimas décadas, esta homogeneización de nuestros entornos urbanos se ha visto acelerada por la vertiginosa replicación a nivel internacional de empresas multinacionales que han convertido gran parte de las ciudades de todo el mundo en espacio indistinguibles: las mismas tiendas de ropa y complementos , las mismas cadenas de restaurantes, bocadillos, helados, cafeterías, las mismas grandes superficies comerciales dedicadas a la comunicación electrónica... Entre todas aportan un matiz muy concreto, ultraliberal, a la cosmovisión capitalista que Occidente ha esparcido por buena parte del mundo.

En casos extremos, estos signos homogeneizadores se han impuesto de forma aberrante en entornos que han permanecido inalterados en el tiempo de manera que preservaban la idea original del mundo en la época en que fueron concebidos. Pienso, por ejemplo, en la ciudad de Florencia, cuyo centro histórico está literalmente saturado de signos del capitalismo global en forma de rótulos y mobiliario que alteran hasta destruir el equilibrio original de forma totalmente invasiva, como invasiva es la avalancha de visitantes que infestan sus callejuelas. En estos casos se produce casi un cortocircuito estético que en gran medida destruye el estado de contemplación que una ciudad como Florencia (como modelo de tantas otras ciudades maravillosamente detenidas en el tiempo en todo el mundo) estaría capacitada para producir.

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Pero si queremos observar la homogeneidad de otros elementos más pequeños, pensemos, por ejemplo, en la homogeneidad de nuestros teatros. Todos sabemos prever el tipo de contenido / forma que encontraremos en las diferentes tipologías de teatros: institucionales, comerciales, pequeño formato, de vanguardia / investigación. Y aún podríamos ser más precisos si el objetivo fuese prever los tipos de contenido / forma que encontraremos en cada uno de los teatros a lo largo de la programación, especialmente si el teatro en cuestión se sitúa entre los teatros de nuestra preferencia.

En realidad, un significado cualquiera no tiene, en principio, ninguna dificultad en ser traducido con bastante precisión de un medio de expresión a otro (del edificio de la iglesia a, por ejemplo, una mesa del frontal de altar). Pero, de hecho, si un emisor determinado elige un medio de expresión determinado propio de un medio de comunicación social determinado para emitir un mensaje determinado es porque aquel determinado medio de comunicación social le ofrece garantías óptimas (en relación a las que le ofrecen otros medios) con respecto a una adecuada recepción del mensaje por parte del receptor social deseado (perdonad el trabalenguas).


Un ejemplo sería, en el contexto medieval, el de un ataque pirata, a la vista del cual la comunidad era alertada con un repicar de campanas furioso y disonante que tenía, sin lugar a dudas, connotaciones de urgencia al tiempo que garantizaba la comunicación inmediata con la totalidad de la comunidad dispersada por los campos y las casas de los alrededores. Así, el emisor determinado sería aquel que ha visto los barcos acercarse a la costa. El medio de expresión determinado sería el sonido de la campana, capaz de construir con un código arbitrario conocido por la comunidad de receptores un mensaje de significado unívoco. El medio de comunicación determinado sería el del campanario adjunto a la iglesia, edificio que no en vano es el medio de comunicación social global (la iglesia con todas sus dependencias y funciones comunicativas) que ha elegido la sociedad medieval para dar forma y sentido a su mundo. El mensaje determinado sería la alerta que advierte de la llegada de los piratas. Y el receptor social deseado serían los vecinos de la parroquia amenazada por el previsible ataque.


La voluntad comunicativa


De hecho, todo mensaje social comienza en la voluntad comunicativa de un emisor individual, que es, al mismo tiempo, representativo de un grupo social. Esta voluntad comunicativa va dirigida hacia un/os receptor/es concreto/s, no una turbamulta indiscriminada de ellos. Todo individuo ha sido adecuadamente aleccionado en el uso de los medios (individuales y sociales) de que dispone para comunicarse con sus semejantes, a través de un aprendizaje que se prolonga a lo largo de muchos años de estudio. Y con frecuencia olvidamos que, en realidad, no necesitamos pensar –en el sentido de ser conscientes de él– en un medio concreto para emitir un mensaje determinado, porque por educación y por hábito tenemos pleno conocimiento intuitivo de los diferentes medios de que disponemos en cada caso.


Otra cosa, y muy distinta, es que, en la actualidad, los medios de comunicación social (de masas) son tan extremadamente complejos que utilizarlos de forma adecuada no está al alcance de cualquiera y se requieran complejos estudios de audiencia para desarrollar una comunicación coherente. Sin embargo, desde la aparición de la figura del chamán existe la figura del comunicador profesional.

Si queremos un ejemplo de voluntad comunicativa, no hay más que acudir a la tragedia griega y al conjunto de obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides que conservamos, en las que es fácilmente detectable su sentido último. En gran medida estamos hablando de la transmisión de la idea central articulada alrededor del sueño de Pericles –y de todos los que lo acompañaron– de hacer de Atenas una potencia local capaz de encabezar el conjunto de las polis griegas y capaz, también , de mantener a raya a la gran potencia vecina que era Persia.


Pero la voluntad comunicativa de la tragedia griega no se entendería si se considera que el receptor último era exclusivamente el pueblo de Atenas. En efecto, las Grandes Dionisias se celebraban en marzo –es decir, al final del invierno, inicio de la primavera–, que es el momento en el que se abría el mar a la navegación. Era, por tanto, el momento en que las polis de la Liga de Delos aliadas con Atenas acudían para renovar los pactos. Y es así, en definitiva, cómo las Grandes Dionisias podían contar entre su público con los representantes más conspicuos de la política y la cultura de toda Grecia (de hecho, es sólo en este sentido que podemos considerar la tragedia, desarrollada íntegramente en la ciudad de Atenas, como un fenómeno cultural Panhelénico).


Hay que estudiar la evolución de la tragedia griega en función de lo que, desde Atenas, se quiere transmitir simultáneamente a los ciudadanos atenienses (el orgullo por la potencia política, militar y cultural adquirida por Atenas después de la victoria sobre los persas en la batalla de Salamina), los aliados (las ventajas que supone estar bajo la protección de la gran fuerza y sabiduría de Atenas), pero también a los desafectos y los enemigos (el peligro de enfrentarse a la superioridad de Atenas demostrada en la guerra contra los persas y evidenciada con su éxito político, económico y cultural). En todo caso, y a lo largo de los 75 años que van desde

el final de la II Guerra Médica, en el 479 a. C., hasta el final de la Guerra del Peloponeso, en el 404 a. C., la voluntad significativa perceptible en las diferentes obras conservadas de los tres trágicos va evolucionando en función del contexto político de Atenas en cada caso.


Esquilo es representativo de la primera etapa, inmediatamente posterior a la victoria de Atenas sobre los persas en la batalla de Salamina en el 480 a. C .: las obras que conservamos de él, comenzando justamente con Los persas (472 a. C.), glorifican en general el poder de Atenas y su capacidad mediadora entre las polis basada, sobre todo, en su prestigio y en su poder militar.


Sófocles, de la misma edad que Pericles y partícipe de las mismas ideas políticas y culturales, es representativo de la etapa de máximo esplendor de la Pentecontecia (479-431 a. C.), y sus obras son un ejemplo de sabiduría, equilibrio y medida propias de una potencia en el punto más alto de su poder y autoconfianza.

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De Eurípides conservamos textos trágicos a partir del 431 a. C. (sólo es anterior a esa fecha el drama satírico titulado Alcestis), que es el año en que se inicia la Guerra del Peloponeso, que acabará el 404 a. C .: el conjunto de su obra es representativo del declive y las luchas internas de la polis de Atenas. Entre el 431 y el 406, desde Medea hasta Las bacantes, sus obras puntúan su pensamiento político que va desde una máxima adhesión a Atenas hasta un rechazo total de la guerra y del partido que la representa y sostiene.

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El de la tragedia griega es un viaje fascinante a través de la cosmovisión de la polis de Atenas mucho menos conocido y explicado de lo que debería y que merecería un tratamiento detallado que aquí y ahora no podemos abordar (pero que algún día –me encantaría poderlo prometer– abordaré).

La inercia comunicativa


La voluntad comunicativa se asocia habitualmente a una determinada inercia comunicativa que hace que, progresivamente, los medios de comunicación social (cada uno de ellos en relación a todo lo demás) vayan asumiendo significados homogéneos. La inercia comunicativa podría definirse como aquella circunstancia que articula un tipo de mensajes que fundamentalmente aspiran a cumplir las expectativas de recepción, es decir, a cumplir las expectativas del público a encontrar determinados mensajes en determinados medios. O, dicho de otro modo, la inercia comunicativa surge de la voluntad comunicativa que busca maximizar un éxito comunicativo repitiendo la misma fórmula, lo que equivale a la búsqueda del mismo segmento de público con formas y contenidos similares y, por eso mismo, redundantes .


La inercia comunicativa es la responsable de los estilos de época en que a una forma homogénea le corresponde inevitablemente un contenido homogéneo. Lo que es homogéneo del contenido no está nunca referido a lo que el mensaje denota en sí, sino a la larga cadena de connotaciones últimas que vienen a expresar el contenido estable de una sociedad determinada (es decir, en un espacio y un tiempo determinados). Los medios de comunicación individuales y sociales en todas las épocas están sometidos a la inercia comunicativa.


Las expectativas de recepción


Si admitimos que un mensaje se origina en una voluntad comunicativa perfectamente establecida, lo que a su vez implica el conocimiento previo del receptor deseado, entonces tendremos que admitir que la elección de un medio de comunicación concreto, conformado por uno o más medios de expresión (2), para la emisión de un mensaje concreto (o una serie de mensajes dialécticamente concatenados) depende de las expectativas de recepción del emisor.


Es decir, que un medio de expresión concreto encuadrado en un medio de comunicación específico se caracteriza por unas peculiaridades comunicativas que satisfacen unas determinadas expectativas de recepción o, dicho de otro modo, son las características de recepción propias de cada medio de comunicación y cada medio de expresión lo que hace que éstos contengan determinados significados y, por tanto, significados homogéneos.


Llegados a este punto, además, la interrelación entre los diferentes elementos de la emisión del mensaje se desencadena. Ante un significado a emitir: 1) las expectativas de recepción seleccionan el medio de expresión y el medio de comunicación; 2) el significado condiciona el significante; y 3) los modelos significantes del medio de expresión en cuestión a los que se puede recurrir (y que en conjunto conforman el código, que es convencional y abstracto) condicionan simultáneamente: a) el significante (en su potencialidad de expresar) y b) el significado (en su potencialidad de ser expresado).


De una forma no rígida puede, pues, hablarse de una tendencia a la homogeneidad de los significados, a pesar de ser muchos los factores que intervienen en este proceso de homogeneización.


El arte como afirmación de una voluntad comunicativa sometida a la aceptación o el rechazo de la inercia comunicativa


En gran medida y a lo largo de toda la historia, el arte (el conjunto de todas las formas consideradas como tal) se configura en el equilibrio o el desequilibrio del eje que oscila entre la aceptación o el rechazo de las expectativas de recepción. Épocas de gran inmovilismo alternan con épocas de ruptura más o menos radical. Con todo, una cierta tendencia a la ruptura del equilibrio es casi inevitable, tanto en el aspecto formal (significante) como con respecto al contenido (significado) y esto por razones obvias: a) en cuanto al aspecto formal (significante), el arte actúa con el objetivo de devolver viveza a un mensaje inalterado cuya fuerza ha quedado embotada por el efecto de habituación: es decir, renueva el significado sin cambiarlo; b) en cuanto el contenido (significado), el arte actúa con el objetivo de mostrar nuevas realidades, es decir, tratando de ensanchar el universo conceptual de una sociedad con las consecuencia formales que ello conlleva.


Lo habitual, sin embargo, es que ambos aspectos contribuyan a alterar constantemente el equilibrio en la aceptación o rechazo de las expectativas de recepción en la medida en que, en primer lugar, el efecto de habituación es inevitable en cualquier sociedad y, en segundo lugar, debido a que es imposible imaginar una sociedad cuyas circunstancias no sufran en ninguna medida ninguna alteración.

Recupero por un momento la mirada sobre nuestros teatros y su homogeneidad. Que esta homogeneidad sea producto de una inercia comunicativa no quita que seamos capaces de ir delimitando el efecto y la duración de los impulsos modificadores a corto, medio y largo plazo. Desde el finales del franquismo podríamos ir puntuando momentos específicos que desvían una y otra vez el relato: la aparición de las compañías históricas (60, 70, primeros 80), el establecimiento del primer teatro gestionado por una compañía procedente del teatro independiente (Teatro Libre, 1976), el surgimiento de los teatros públicos (80), las leyes de normalización lingüística (80), el surgimiento de las salas alternativas (finales 80, primeros 90), la Olimpiada Cultural

(1989-1992) , la consolidación del teatro comercial (años 90), la remodelación del panorama teatral después de la inauguración del Teatro Nacional de Cataluña (1997) y el nuevo Lliure de Montjuïc (2001), la gran crisis de 2008... Estos serían algunos de los momentos que nos permitirían analizar esta sopa comunicativa homogénea que define el teatro catalán. Es una sopa hecha no sólo de tendencias, sino también de momentos, de nombres propios, de títulos. De modo que, al final, tendremos que admitir que la la sopa comunicativa se comporta de la misma manera como lo hace la luz, a la vez como onda y como partícula. Como decía el pantocrátor desde el ábside de Sant Climent de Taüll, EGO SUM LUX MUNDI.


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